miércoles, 7 de agosto de 2013




Tres corderitos color café                              

Era mi primer día en Starbucks. El reloj marcaba las cuatro. Hasta ese momento no había mucha gente por las calles de San Telmo y veía que en el el bar de enfrente, preparaban las mesas para el turno tarde.
El encargado me había explicado cómo era el funcionamiento del lugar, las reglas, el trato a los clientes, la limpieza. Yo había trabajado un par de años en Mc Donalds y ya sabía cómo desenvolverme en estas cadenas yanquis. La clave era moverse, estar siempre ocupado y si no había nada que hacer, había que inventarlo.
Estaba detrás del mostrador, mirando cómo atendían en las cajas, aprendiendo. Rodrigo, así se llamaba el que me entrenaba, me explicaba cada detalle. El sistema era muy parecido al que había usado en Mc Donalds, la única diferencia era que, en Starbucks, al final del pedido se preguntaba el nombre del cliente para llamarlo una vez que estaba listo. Era bastante incómodo andar llamando a la gente por su nombre sin conocerlos, pero como los que venían a consumir al local ya estaban familiarizados con el método, no había mucho problema. Yo tenía un cartelito en la camisa que decía Hernán, ellos también podían llamarme  por mi nombre si quisieran.
Ya se empezaba a formar una cola delante de la caja. Suponía que la cantidad de gente iría aumentando hasta pasadas las siete, después disminuiría. Rodrigo se desenvolvía muy bien; despachaba a los clientes más rápido que el resto, conocía la botonera de la caja de memoria: café mocha, macchiato, mocha blanco, capuccino; presionaba sin mirar los botones correspondientes a cada tipo de café, latte, espresso, cocoa, frapuccino, te (que ahí se llamaba “tazo”). La cola avanzaba pero se iban sumando cada vez más. Yo miraba, iba registrando cada movimiento de mi maestro. Había pasado media hora y ya sabía lo que había que hacer.
Empezaba a aburrirme cuando vi que el último de la fila me miraba fijo. Era un tipo un poco más alto que yo, llevaba la barba medio crecida que desentonaba con la prolijidad del traje. También miraba para los costados, hacia las otras filas, hacia atrás, en dirección a las mesas, cada tanto echaba un vistazo al reloj y después volvía a fijarme los ojos. Me concentré en la botonera de la caja para distraerme —una vez casi me echaron del Mc Donalds por atender a un ansioso que, como estaba apurado, se había quejado y yo que recién empezaba no supe cómo manejarlo; lo atendía más lento como queriendo darle una lección, al final, él fue el que me dio la lección a mí—, esa vez no podía pasarme nada malo, estaba detrás de Rodrigo aprendiendo, en todo caso, si el tipo se enojaba no sería conmigo. Quedaban dos antes que él. La cara del tipo se transformaba; tal vez, la idea de que yo estuviera ahí parado sin hacer nada lo ponía intranquilo.
“El que sigue”, dijo Rodrigo, y yo pregunté en voz alta dirigiéndome al nervioso: “¿Ya sabés qué vas a pedir?”. No sé por qué pregunté, incluso Rodrigo me miró intrigado. “Espero”, me respondió. El tipo estaba buscando problemas y yo también. No pude aguantarme, igual, esta vez, había actuado bien, tenía el argumento de que como había visto que el cliente estaba impaciente había intentado acelerar su pedido, “todo sea por el bien del local”.
Llegó el turno del tipo. “Quiero un café latte”, dijo. Cuando Rodrigo le daba el vuelto, le preguntó el nombre. “Darío”. Muy bien, Darío, este es tu vuelto, enseguida te llaman. El tipo me miró de reojo y se hizo a un lado a esperar su café.  Yo seguí con mi aprendizaje. Pasaron tres chicas: Lorena, Juana y Sole, podría haber dicho Soledad pero en Starbucks cada uno se anunciaba como quería. Tuve que llamar al encargado porque Rodrigo se había quedado sin cambio, mi primera tarea. “!Darío!” Cuando escuché el grito del empleado que hacía las entregas, me di vuelta. El tipo se acercó al mostrador para retirar su café, pude ver que llevaba una mochila. Estiró el brazo entre dos personas que esperaban adelante y alcanzó su pedido. “¡Ey!”, dijo. El empleado se dio vuelta para ver qué pasaba mientras Darío se abría paso y empujaba a los dos que estaban esperando adelante; le tiró el café al cuerpo del empleado que a los gritos se sacudía la camisa. Se estaba quemando. “¡¿Qué le pasa?..., ¿está loco?!”, gritaba, “¡Seguridad!”. Toda la gente del local se dio vuelta a mirar lo que pasaba y Darío se descolgó la mochila, la apoyó en el suelo y sacó una pistola. La gente se tiró al piso. El disparo fue certero, dio justo en el pecho del empleado, el cartelito del nombre decía Mariano, la mancha de sangre se mezclaba con la mancha del café y chorreaba al piso. El que estaba al lado de Mariano se patinó con el charco y cayó. El segundo disparo fue al de seguridad que se desplomó al instante. Yo era el único que seguía parado mirando la escena. Darío gritaba “!Cipayos!”. Disparó dos tiros al techo, a las cajas registradoras: la uno, la dos. Rodrigo  me tironeó del pantalón justo cuando el disparo destruía la caja tres donde estábamos nosotros. El encargado saltó por encima del mostrador y salió corriendo por la puerta. Por una rendija pude ver que Darío sacaba un bidón y empezaba a desparramar un líquido sobre una mesa del salón. Olía a kerosene. Sacó un encendedor y prendió. El fuego echaba un humo negro que me irritaba las fosas nasales y me hacía lagrimear. “Cipayos”, volvió a gritar.
Darío se quedó mirando el fuego, estaba más tranquilo; desde donde estaba podía ver cómo había cambiado el brillo de sus ojos. Ahora tenía una expresión de tranquilidad que me hacía aflojar la tensión que tenía. Esperamos que ordene, que nos diga algo. Darío desarmó un servilletero, echó el papel suelto. Se había armado una especie de fogata. “Necesito una pava, o una cafetera”, dijo en dirección a donde estábamos agazapados Rodrigo y yo. Nos miramos. Me levanté enseguida, no podía quedarme a esperar más. Agarré una cafetera de vidrio que había en exposición y se la alcancé. “Con agua…, ponele agua”. La llené y salí del mostrador. La apoyé sobre el fuego sin preguntar. “Muy bien pibe, estás aprendiendo, quédate acá… A ver vos, rubia, pásame la mochila”. Lorena estiró el brazo y se la tiró, estaba con los ojos llorosos. “Vení, acércate”. Se levantó y se arrimó. “Ustedes dos también”, Sole y Juana siguieron los movimientos de Lorena y se acercaron. Tenían los vasos de café estrujados en las manos. Sole tiró su vaso al fuego y Darío le sonrió. Juana hizo lo mismo y habló: “Tengo unos papeles en el bolso, ¿querés que los eche?”, dijo mostrando el interior. “Echemos más leña al fuego”, dijo Darío con un tono solemne. En la cafetera, el agua empezaba a llenarse de esas burbujitas previas al hervor. “Rubia, pasame la yerba”. Lorena metió la mano en la mochila y sacó un porongo; se lo alcanzó y le pasó el paquete que estaba en el bolsillo delantero. Darío lo llenó hasta tres cuartos, lo tapó con una mano y lo dio vuelta tres veces, se limpió el polvillo verde contra el saco y le clavó la bombilla que tenía guardada en el bolsillo, la enterró, minucioso. Darío recorrió el lugar con la vista, estaba buscando algo. Cuando aparecieron dos patrulleros en la calle, no se alteró, siguió con su tarea, como si nada. Yo intentaba imaginar cómo se vería la situación desde afuera: una ronda de personas en medio de un local calentándose al fuego, como en un camping, y tomando mate. Los policías estaban fuera de los autos, hablaban por handi detrás de las puertas abiertas, todavía no apuntaban. Imagino estarían desconcertados.
Ya íbamos por la tercer vuelta. A Sole parecía no gustarle el mate pero igual tomaba, chupaba hasta hacer ruido con la bombilla. Lorena lo disfrutaba, se la veía tranquila, no miraba para afuera como Juana. Darío se fijaba en todos, parecía disfrutar más de vernos en aquella situación que de tomar mate. Tenía una expresión de orgullo en los ojos; sin embargo, seguía revisando el lugar y calculando cada detalle. Todavía faltaba algo.
“A ver vos, ¿cómo te llamás”, gritó a uno que estaba escribiendo junto a una ventana. “Pablo”, respondió. “Vení, vos vas a cebar el mate, así puedo seguir apuntándoles. “¡Sí señor!”, respondió Pablo que se acercó adonde estábamos, trajo unos libros que tenía en la mesa, y los tiró al fuego. No conocía a ninguno de los autores, pero el fuego se avivó; tuve que retirar la pava que había improvisado para que no hirviera el agua, regla base de los materos. Afuera se agolpaba la gente detrás de unas vallas que había puesto la policía que al parecer había pedido refuerzos.
Estaba bueno el mate, se iba armando la ronda. Darío no hablaba, disfrutaba del momento, su sonrisa me calmaba. Se fijó en los pantalones que llevaba Pablo, “Miren, cuero argentino… ¿qué mierda hacés acá, Pablo?, tomando cafés gringos…”. “Ahora estoy tomando mate…, señor”. “¿Qué escribías?”. “Un artículo para página 12”. Darío se quedó pensando un momento. “Perfecto, ponete a escribir sobre lo que  está pasando acá. Tenés la primicia”. “¿Ahora?”, preguntó Pablo. “Si, ahora; haceme quedar bien”, dijo Darío. Me llegó el mate, estaba rico. “La vida es injusta a veces…”, dijo resignado, “Nos matamos como moscas por un café aguado, horrible; miren ese pobre tipo”, mientras señalaba a Mariano, el empleado que había muerto primero. “Quizá, era su primer día de trabajo y tuvo que morirse por esta mierda…, de todas maneras era necesario, así como va a ser necesario que yo muera, justo o no, así va a ser”, Pablo escribía a toda velocidad. “Después que tome este último amargo, voy a salir con las manos en alto. La policía me va a esperar a que llegue a una buena distancia, va a tapar las cámaras y me va a cagar a tiros. Van a desquitarse, se van a sacar las ganas, las broncas, las frustraciones que sin darse cuenta les genera este puto café latte… Imagínense, un producto yanqui con nombre italiano. ¿Qué carajo de mezcla es esa?...; pero ellos no saben, no se dan cuenta. Piensan que el malo soy yo. El pibe ese, Mariano, se salvó. Yo lo salvé. Era la misión, mi objetivo, también a ustedes los voy a salvar, pero para eso tengo que sacrificarme porque sino el mundo se derrumba, se viene a pique, ¿me entendés?… y todo por este vasito de papel con agua sucia… Espresso”. Darío bajó la mirada, se incorporó, se sacó la camisa, abajo llevaba una remera con la cara del “Che”, se fijó en lo que estaba escribiendo Pablo y se rio. Vimos cómo se iba con las manos en alto. Afuera lo esperaba la policía y la gente agolpada contra las vallas. Habían tres patrulleros más. El televisor estaba prendido en el canal de Crónica, las cámaras tomaban la esquina del Starbucks y se veía a un hombre atravesando la puerta del local, llevaba las manos en alto; de repente se armó un disturbio y un grupo de personas se puso delante de las cámaras, se empujaban tapando todo lo que se pudiera ver, la imagen se sacudía. En medio de los disparos apareció la tanda publicitaria. Pasaban un anuncio de la feria en la rural, lo que mostraban era confuso, una oveja estaba pariendo tres corderitos color café, como en el campo, lejos de la ciudad.




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miércoles, 10 de julio de 2013


El castigo (Crónicas H&S)

¿Qué sucederá cuando no haya más espacio para escribir en estas cuatro hojas?  Sospecho que nuestra historia podría llenar miles y miles de hojas y jamás revelar los verdaderos impulsos o propósitos que empujaron los hechos. Por eso pienso que tal vez cuatro hojas sí puedan hacer justicia y revelar la verdad.

Anoche soñé con él nuevamente. Es la tercera vez que me pasa esta semana, como si tuviera que recibir un mensaje oculto a través de sus imágenes que se me revelan tan vívidas y con una coherencia que me perturba. En el sueño estamos encerrados en un galpón cuya llave cuelga de mi cuello, atada a un cordón dorado. El lugar está repleto de enormes máquinas. Nos rodean. El olor a grasa  y aceite me hacen sentir sucia y con la impresión de estar así desde hace varios días. Rechinan las cadenas mientras transportan piezas de hierro y chapa. El ruido que provoca la fricción de los metales y las chimeneas soltando vahos comprimidos es ensordecedor; casi hay que gritar para poder entenderse. La única luz que ilumina esa caja mustia llega desde unos largos tubos fluorescentes enjaulados al techo. El parpadeo de las luces refleja en el piso y me hace cerrar los ojos. Bien podría ser de día o de noche. El calor forma un caldo con la humedad que sube por mis piernas, me sofoca.  Se me nubla la vista cuando veo los hornos de fundición de los que proviene esa masa ardiente. Estoy de pie junto a uno de ellos. Mientras tanto, él de rodillas delante de mí y ambos  empapados de sudor. En mi mano tiembla la pistola con la que le estoy apuntando directo al rostro mientras él me mira con una calma casi insolente.  “Vas…a pagar…por…tu…encanto…excesivo”, le digo masticando cada palabra mientras apoyo el cañón del arma en su frente y lo hundo en la piel con cada pausa. “No podés odiar algo de manera tan violenta sin que al menos una parte tuya también la ame”, me responde sin parpadear. Levanto entonces la pistola apuntando hacia un fondo oscuro, la sostengo unos segundos por encima de mi hombro derecho y siento el peso del metal en mi mano.  Aprieto con fuerza el mango del arma mientras busco el gatillo con el índice. Tiemblo de ira e impotencia y mientras se escapa el momento remato el golpe violentamente. Justo antes de alcanzar ese rostro inmutable, me despierto.
Abro los ojos con la sensación de estar ahogándome. Aún siento su presencia grabada en la oscuridad de mi habitación, como si estuviera proyectado.
Apoyo los codos sobre el colchón para poder levantarme pero mi brazo derecho cede y caigo nuevamente sobre el colchón. Me doy cuenta  de que tengo el brazo dormido y el puño cerrado. Me incorporo ayudándome con la otra mano y  salgo de la cama con la impresión de que aquel cuaderno es el culpable de mis pesadillas. Me paro y lentamente camino hacia el baño tanteando la pared. Enciendo la luz que inmediatamente me ciega y cuando me voy acostumbrando me veo en el espejo, pero no… prefiero evitar el reflejo. Agacho la cabeza y comienzo a sentir el agua que llevo con mis manos a la cara y la nuca. Me siento sobre la bañera y me quedo unos segundos ahí mientras corre la canilla. “La situación me está sobrepasando”. "¿Qué voy a hacer sin él?, ¿qué sentido tendrá entonces todo esto?”
Después de todos estos años ya no soy la misma. Del odio que tenía ya no queda más que una sórdida amargura; no sé si lo que siento es rencor por todo lo que él me hizo o resentimiento por haber resignado parte de mi vida a darme revancha. Supongo sería la desesperación lo que me llevó a actuar así —ya no lo recuerdo—, sin embargo, en el fondo siempre supe que estaba cometiendo un error.    
Camino hasta la cocina y a través de la ventana veo la casita en el jardín. El reloj que hay en la pared indica que todavía no son si quiera las seis de la mañana. Me pongo un abrigo sobre los hombros por encima del camisón y atravieso el patio hasta ahí. Jamás hubiera él imaginado cuando nos mudamos, que el galpón que él mismo construyó para guardar las herramientas, sus bicicletas y las chatarras, como el televisor blanco y negro que nunca quiso tirar,  pasaría a ser su celda. Siempre repetía: “¿Para qué tanto jardín? La casa es diminuta y si tenemos hijos nos va a quedar chica”.  Si hubiéramos tenido hijos no sé dónde estaríamos parados ahora. Lo que sí sé es que de haber sido el caso, jamás hubiera podido llevar a cobo este plan, o como sea que se llame esto. Creo que hubieran hecho que mi vida sea más alegre, pero es inútil, ya no puedo pensar en eso, ha pasado tanto tiempo. Tal vez podría haber formado otra pareja, o vivir en algún otro lado, más cálido, tal vez en la costa. Se me quiebra el cuerpo de solo pensarlo. Tantos años desperdiciados... Las cosas son así, ya es tarde para arrepentimientos.
Todavía no logro olvidar cuando se confesó y me contó lo que había hecho. Fue como si me hubiera clavado un punzón en el hígado, una sensación de amarga muerte. Estaba abatida, no sabía si escapar o devolverle el mismo dolor que me había causado. Había vivido una mentira, tantos años. El odio que sentía era devastador. Entonces fue que pensé en el plan. Sabía que lo que había decidido no sería fácil pero tenía que hacerlo, para desquitarme, para desahogarme. Al principio fue duro pero el tiempo, luego se encargó de tornarlo en una rutina.
Avanzo por el jardín hacia la casita. Al ver el vapor que sale de mi boca me sobresalto —estaba hablando sola sin darme cuenta—: “Que estupidez, si bien estaba susurrando, podría escucharme y despertarse”. No estoy de ánimo como para escucharlo y no quiero que nada interrumpa mis pensamientos o el silencio en el que me estoy moviendo. Me cuesta avanzar: la humedad se cuela por mis tobillos, siento como si hubiera pisado un hormiguero y las hormigas, con sus tenazas, estuvieran mordiendo cada milímetro de los pies. Sigo camino hacia la casita. La claridad del horizonte deja ver un cielo azul todavía con algunas estrellas. Cuando llego a la puerta apoyo la oreja. El silencio profundo me da un escalofrío erizando la piel del antebrazo que se evidencia al estirarme para abrir la puerta. Bajo el picaporte y entro sin hacer ruido, esperando que todavía esté dormido. Cierro con precaución para evitar que una brisa fría o algún ruido de la calle se logren colar. Camino los dos metros que separan la entrada de las rejas de su habitación y ya frente a su cuarto veo que no se ha despertado. Me acerco hasta abrazar las barras de las rejas y es entonces cuando el llanto me vence. Intento reprimirlo pero no lo puedo evitar, se me tensa el rostro y voy sintiendo como se me llenan los ojos de lágrimas al verlo. Lo escucho respirar con dificultad; tiene ese bulto en la garganta que aprisiona sus vías aéreas: ya casi ha alcanzado el tamaño de una pelota de tenis en el último mes, y no hay que ser un experto para deducir que no faltará mucho para el final.
Me arrebata la idea de la soledad. De mi vida sin él. A pesar de mi odio visceral, a pesar de mi proyecto de castigo y los casi quince años de encierro en ese cuarto sin hablarle ni una sola palabra. A pesar de desear desde lo más profundo de mi ser que su vida sea un calvario colmado de silencio y ausencia; un inacabable bloque de tiempo en el que la culpa lo ahogue hasta absolverlo. Que el único rostro que vea durante el resto de su vida sea el mío, el de su verdugo, alimentándolo religiosamente cada día bajo el más claustrofóbico de los silencios —hasta las ventanas encargué sellar con cristales especiales para que la burbuja sea aún más impenetrable—, y que el único ruido que pueda oír sea la mínima porción que se puede escabullir durante la fracción de segundos que permanece abierta la puerta hasta que yo entro cada mañana. Y a pesar de todo, me invade un terrible frío al ver el bulto en su garganta y sentir que el final está cerca, que mi meta está a la vista, que mi plan se ha desplegado con máxima eficiencia y precisión.
Me acerco a la mesa que hay junto a la pequeña cocina y abro el cuaderno rojo de espiral que hay junto a un plato con frutas. Sus hojas son de papel grueso y absorbente, tamaño de carta y con cincuenta renglones por carilla. Lo abro por la mitad, me mojo el dedo índice con la lengua y separo cuatro hojas del bloque izquierdo. Cuidadosamente las voy cortando mientras me aseguro que se separan prolijamente a través del margen indicado para tal propósito. Las acomodo a un costado mientras cierro el cuaderno y deslizo la palma de mi mano derecha sobre la mesa sintiendo su superficie liza.
Así lo he decidido. Antes del final ambos tendremos la posibilidad de llenar dos hojas cada uno con nuestra verdad. Y así yo me aferraré a esa confesión hasta el día que la muerte nos una. Sellaremos nuestra historia con la libertad que sólo otorga la palabra.






martes, 28 de mayo de 2013



La muerte nunca muere (crónicas H&S)

Sebastián se llamaba, igual que yo. Cuando lo atendí por primera vez me hizo reír. El tipo hacía chistes con su enfermedad que yo no me hubiera atrevido a hacer ni siquiera entre mis colegas más cínicos. Los primeros cinco minutos de charla que tuve con él me hicieron pensar que era un negador, que detrás de esa risa vivía un pobre tipo, un infeliz; tal vez porque el entusiasmo que expresaba no comulgaba con su mirada. Sin embargo, con el tiempo entendí que no; mi paciente estaba realmente contento, el cáncer era lo mejor que le había pasado: así me dijo. Me estuvo contando durante un buen rato que, desde que le diagnosticaron el tumor, su vida había mejorado en todos los aspectos: sus hijas lo pasaban a buscar día por medio para ir a comer o tomar un café, su ex mujer le hacía todos los trámites administrativos, y además, como si esto fuera poco para alguien que aún le guardaba algo de rencor por sus repetidas infidelidades a lo largo de los quince años que duró su matrimonio, cada tanto le hacía llegar por alguna de sus hijas, viandas en tuppers que según me contaba, siempre olvidaba devolver, y poco a poco se acumulaban en las alacenas de su cocina. -¿Cómo no pensar que es lo mejor que me pasó en tanto tiempo? -Me decía -Si hasta  las noches de póker con mis amigos pasaron de ser sólo los jueves a tres veces por semana. -. No fumaban, se justificaba como un adolescente buscando mi aprobación médica, pero se bebían una botella de single malt en cada encuentro: un whisky escocés de la isla de Jura que Sebastián había visitado hacía unas semanas, justo después de haber recibido la noticia del tumor. La combinación de su debilidad por el whisky y la noticia –entre líneas- de que sus días estaban contados, lo habían llevado a permitirse el primero de una serie de placeres postergados.
Era un cambio; de estar solo, desempleado y deprimido, había entrado en un ritmo de vida que no podía despreciar. Seguía sin trabajo, es verdad, pero tampoco lo buscaba, tenía poco tiempo y no lo iba a malgastar. Había guardado unos pocos ahorros que le alcanzarían para el tiempo que estuviera vivo, y de última, siempre podría pedir prestado a sus hijas o a algún amigo. Él sabía que gran parte, sino todo, de lo que recibía era generado por la culpa, pero eso, era problema de los otros.

Con el tiempo entendí que Sebastián pasaba asiduamente por mi consultorio porque en realidad apreciaba nuestra amistad anónima y el tratamiento de acupuntura que yo le realizaba, en verdad, no era más que un pretexto para nuestras charlas.  Durante las sesiones, él me hacía algún comentario sobre su evolución, yo lo revisaba, le indicaba alguna modificación en su dieta y nos quedábamos charlando una media hora de sus cosas, a veces de las mías.
En ciertas ocasiones se presentaba incluso sin cita previa, y no le molestaba esperar sentado, la posibilidad de que algún paciente cancele o se demore. Sacaba un libro de su bolso y se ponía a leer como si no tuviera nada mejor que hacer. A mí, lejos de fastidiarme esa actitud -la cual jamás hubiera permitido en otros pacientes-, me resultaba atrayente. Confieso que, en el fondo, Sebastián y su enfermedad me provocaban una curiosidad casi morbosa. De algún modo me sentía un espía en esta historia que avanzaba hacia un desenlace estaba inevitable. Y a pesar de ese final, borroso, pero que día a día tomaba  forma con la velocidad de lo ineludible, jamás había el mínimo destello de melancolía en nuestros encuentros; todo lo contrario, sus comentarios tragicómicos sobre cómo él imaginaba que sus seres queridos –y los no tanto- vivirían su muerte, me parecían tan mordaces que me hacían saltar lágrimas de risa. Más de una vez, y enrojezco al confesarlo, volviendo a casa en subte me supuse víctima de una enfermedad terminal para poder sentir, si quiera a través de la imaginación, la sensación de saberse con los días contados, pero esa idea quedaba lejana al caer en la cuenta de cómo realmente me sentía.

Un jueves por la mañana durante una de nuestras consultas, Sebastián me invitó a jugar al póker con él y sus amigos. Al principio dudé en aceptar, me sentía incómodo rompiendo una dinámica de viejos amigos. Sin embargo me había hablado tanto de ellos que hasta creía conocerlos; de hecho me di cuenta que, en mi fascinación por esta historia, había formado una opinión de casi todos ellos. Sobre todo de un tal Hernán, un amigo suyo del colegio, el cual, según deduje de las charlas con Sebastián, era un tipo bastante radical en sus opiniones, de esos se aferran a una idea y jamás la modifican, así sea por orgullo. Esa actitud me caía bastante mal, pero tenía que aceptar que me sentía algo identificado con esa forma de ser. Terminé por aceptar: una vez más la curiosidad por descubrirle un nuevo matiz a esta relación, me había ganado.

El encuentro era en la casa de Ariel, el anfitrión. Quedaba cerca de la mía por lo que decidí ir caminando. Llegué un poco pasadas las nueve y luego de confirmar por teléfono que Sebastián ya estaba allí; no podía dejar de sentir que mi presencia era inoportuna. Me abrió la puerta un tipo alto y robusto que luego supe sería Hernán. Lo primero que me llamó la atención de él fue su forma amistosa. -¡Buenas noches ¨tordo¨! ¡Epa!, usted sí sabe ganarse a la tribuna -dijo mientras miraba la botella de whisky que había traído. -Pase nomás, estamos en el fondo -. Nos quedamos allí hasta las tres de la mañana, justo media hora después de que se sirviera el último trago de whisky. A pesar de que la noche fue distendida, esa media hora final fue algo extraña. Bastante incómoda para mí, que no había logrado dejar de sentirme como sapo de otro pozo desde que había entrado hacía ya casi seis horas.

Todo comenzó cuando Sebastián, claramente borracho y alegre, soltó uno de sus chistes habituales: -¡Muchachos! –dijo alzando el vaso -Prométanme que si en algún momento me quieren internar y no pueda disfrutar de esto, alguno de ustedes va a desenchufarme y mandarme al otro lado. -¡No digas boludeces! -interrumpió Hernán con un tono que censuraba las risas que podría haber provocado el comentario de Sebastián -Si a vos te internan es porque los médicos te van a salvar. No podés ser tan pelotudo de no poner esfuerzo de tu parte y luchar por tu salud. Si hubiera estado en un bar, pensé, ya me hubiera levantado discretamente para alejarme de la situación. Siempre fui alérgico a los borrachos moralistas y sus monólogos sin humor.  -Bueno, ya sabemos que Hernán no será el que se anime a matarme –dijo  Sebastián exagerando una risa que le resaltaba los parpados caídos. Quise reírme al escuchar esto pero preferí quedarme callado para no ofender a Hernán o llamar la atención de algún modo. -Ni yo ni nadie debería matar a nadie, pedazo de boludo. O te crees más listo que un médico que se quemó las pestañas durante años para saber cómo salvar a ignorantes como vos - respondió Hernán. -Y ya que estamos, a ver si te dejas de joder con eso de la acupuntura y vas a ver a un médico de verdad…, sin ánimos de ofender tordo – remachó Hernán sin mirarme. -No pasa nada -, dije con mi mejor sonrisa de estúpido-. Con algo hay que robar, ¿no? -Pues no sabes lo feliz que me harías si me echas una mano con la parca -, susurró Sebastián mientras dejaba caer el peso del cuerpo en el respaldo de la silla.

A partir de ese momento creo que todos hicimos un esfuerzo conjunto por agilizar el cierre de la velada y evitar seguir diciendo cosas que al día siguiente nos lamentaríamos. No me acuerdo muy bien cómo fue que nos despedimos, sólo recuerdo que cuando me levanté de la silla el mareo era evidente. Por mi parte, decidí volver a pie, no me venía mal tomar un poco de aire. Además me habían entrado unas terribles ganas de fumar y quería ver si de camino encontraba un kiosco abierto para comprar cigarrillos. Si bien dejé hace ya más de diez años, cuando bebo me gusta fumar solo, como sellando un secreto. Javier y Leandro dijeron estar demasiado borrachos como para volver a sus casas manejando y optaron por quedarse a dormir en lo de Ariel, en definitiva nadie los esperaba en sus camas; tampoco a mí, pero prefería mi cama. Hernán, en cambio, se ofreció para llevar a Sebastián en auto a su casa.


Yo me enteré del accidente recién al mediodía siguiente. Me llamó Javier. Había sido él quien buscó mi número de teléfono y el que me dejó el mensaje de voz en el contestador del consultorio; ese viernes llegué más tarde de lo habitual, y a pesar de no tener mucha resaca, el cansancio no me dejaba pensar con claridad. Apenas escuché la voz de Javier supe que serían malas noticias. Me pedía que lo llame y me dictaba lentamente su número de teléfono al final del mensaje. Así lo hice, llamé y mientras esperaba con el tubo pegado al oído pensé que este no era el final que yo había imaginado.
Según contó Hernán a la policía cuando le tomaron declaración, un hombre se le había aparecido de forma súbita entre los autos estacionados con la intención de cruzar la avenida desde mitad de calle. Cuando lo alcanzó a ver, giró el volante pero la lluvia en el asfalto lo hizo derrapar hasta chocar de costado con el semáforo. Él salió totalmente ileso; salvo por una costilla que se había quebrado, el resto de su cuerpo no había sufrido ni un rasguño. Sebastián, en cambio, había muerto al instante como consecuencia del impacto en el cuello. Según el doctor, las víctimas de este tipo, causadas por un impacto tan brusco, no sienten dolor. Nos decía esto como si fuera un consuelo, y en algún punto lo era, al menos para mí.

Pregunté por Hernán y el médico me informó que estaba internado en observación. Volví al hospital esa misma tarde y en recepción me informaron que  estaba en la  habitación 308.  Al llegar a la puerta me detuve sin abrirla, en realidad no sabía a qué había venido ni qué iba decir. Asomé la vista por la ventana circular que había en la puerta y lo alcancé a ver con claridad. Estaba recostado de lado, con el cuerpo girado hacia la puerta y los ojos abiertos. Si no fuera por el suero en su brazo izquierdo, jamás se imaginaria uno que ese hombre había sufrido un accidente hacia tan solo unas horas. No tenía ningún daño visible y el rostro, si bien se veía agotado, no mostraba huella de lo ocurrido. Su mirada se posaba en algún rincón del suelo y la cabeza asomaba a unos centímetros del colchón. la mirada cha o izquierdo no habia ver a sus casa manejando y s. La mano derecha acariciaba el borde de la mesa que había junto a su cama. Tenía un aspecto dubitativo, y noté como detenía el movimiento de los dedos justo en la esquina de la mesa que presionaba con fuerza. De repente alzó la vista y me vio; me reconoció de inmediato, y al verlo mirándome, me di cuenta de que el daño que había esquivado su cuerpo, había alcanzado la mirada. Algo en ella no encajaba con el cuerpo ileso. Antes de que yo levantase la mano para saludar, Hernán se giró hacia la ventana y me dio la espalda. Durante unos segundos me quedé ahí parado, desconcertado, pero inmediatamente retiré la mano del picaporte y me fui. El pasillo se hizo un poco largo, pero al entrar en el ascensor me llegó el consuelo que estaba buscando, entre las imágenes de la noche anterior, las discusiones, el juego, del que no sabía quién había salido ganando; riéndome solo, recordé a Sebastián.   


lunes, 15 de abril de 2013





Giro
Fue todo en el momento en que dobló a la izquierda, dejábamos atrás el sol de la tarde y silencio se profundizaba, aún más que el silencio incómodo generado entre dos personas que no tienen nada para decirse.
El ruido de las gomas del auto rozando contra el pedregullo mezclado en la tierra me llevó directo a mi infancia, cuando en un viaje, el mismo sonido reverberaba en la noche cerrada de un pueblito de las afueras de Buenos Aires.
El movimiento del habitáculo producido durante el giro, me sacudió y me dejó de un empujón contra un panorama nuevo: un centenar de cruces de piedra, todas blancas.
Sin mirar intuyo su intención, aún antes de que disminuyera la velocidad, aún antes de salir de casa: ella estaba cumpliendo el deseo de compartir un trozo de su pasado conmigo y yo, aceptaba gustoso -alimentándome de la desnudez que se guarda en secretos ajenos-; allí, en ese acto breve, brevísimo, reside la contradicción de lo simple y lo complejo, la vida más real que pueda contemplar, y yo ahí, testigo.
Del movimiento producido en la curva solo quedó la inercia jugando entre el polvo que nos perseguía a ras del suelo. Nos miramos, o mejor dicho, la miré, y ella dirigió su mirada hacia mi lado pero hacia fuera mientras con su mano a ciegas abría la puerta sin decir palabra. Yo bajé copiando sus movimientos, esperando que me guíe hacia donde se dirigía. Me adelanté unos pasos, quité la cadena de la puerta reja y entramos.
Las lápidas y cruces correctamente ordenadas, paralelas, perpendiculares, y nosotros a paso lento siguiendo la diagonal que conoce de memoria. Escuché el canto de algunos pájaros y el fluir de la brisa abriéndose camino entre las hojas de los árboles.
Estábamos parados frente a un pequeño muro de cemento con un nombre propio, frente a lo que fue de un hombre -ahora era un jardín pequeño enmarcado-, sobre la lápida asomaban dos florcitas violeta.
Mientras esperaba sus tiempos, pensaba que ese día era treinta y uno de diciembre, un día como ese moría mi abuelo: la primera vez que lloré por una muerte y la última vez que fui a la casa de la costa.
Ella dijo unas palabras, pensamientos en voz alta; yo escuché y acompañé rozándole la espalda y la mano, aunque lo que quería en realidad era abrazarla y tomarle la mano que colgaba vacía al costado de su cuerpo levemente encorvado.
Quizás pensé como un atrevimiento el meterme en el diálogo que tal vez podría llegar a estar teniendo ella y su él, o lo que fue de él.
Sin más, pegó media vuelta y tiró una frase al viento que me dejó con la boca cerrada, y así, aún sin decirnos nada, subimos al auto para seguir viaje.
Aquel día, en ese giro, con el atardecer a cuestas, ella fue real; yo estuve allí, como un espectador, como un niño que con los ojos abiertos y la boca floja, se asombra  ante el encuentro de algo nuevo, algo desconocido de nuestra frágil relación. Ya era tarde para volver las cosas a cero. Quedaría en mi memoria aquella curva, el cementerio –eso lo sabía-. Quedaría siempre asociado a la idea de que solo allí nos habíamos conocido, solo allí habíamos sido sinceros.



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lunes, 25 de febrero de 2013




Pesadilla en el parque de atracciones

Un domingo familiar nunca viene mal. Mi sobrino estaba cada día más grande pero todavía seguía disfrutando de los paseos por el parque al atardecer. Nos escapamos, él y yo, de la sobremesa para tomar un poco de aire y, por mi adicción a los juegos de kermés. Primero lo llevé a la calesita; pasaban un tema de “Manel” que, a pesar de que desentonaba con el vaivén de los corceles del carrusel, movía alguna fibra adentro de mí, nostalgia tal vez. Iba por la quinta vuelta cuando empezaron a iluminarse los típicos juegos de feria: el tiro a los patos, el juego de embocar el aro en las cajitas de fósforos, lanzamiento de pelota, el martillo.

Esperé que terminara la última vuelta y cruzamos el parque en dirección a la kermés. Empezamos por el juego en que, con una pistola de agua, hay que embocar el chorro en la boca de un vaquero. Me fue bastante mal, había pasado mucho tiempo desde mi última práctica de tiro al blanco. Después fuimos al juego de encestar la pelota en la canasta. Gané. Me dieron a elegir un premio y yo le di a elegir a mi sobrino que ya apuntaba su dedo hacia un camión de plástico de esos que cargan arena en la caja. Lo recibió con una sonrisa de oreja a oreja, sosteniéndolo bien fuerte dio media vuelta y salió corriendo –tal vez temía que tendría que devolverlo, o que yo quisiera quedarme con el premio, no sé-. Llegó hasta donde estaba el vendedor de globos y me echó una mirada compradora de esas que hacen lo chicos cuando quieren algo. Me acerqué al globero y compré dos globos: uno se lo di al nene y otro me lo quedé para mí –el chico estaba un poco excitado, corriendo de un lado a otro, si se perdía podría reconocerme por el globo-.

Otra vez salió disparado, ahora con el camión abrazado al cuerpo y el globo en la otra mano, se fue en dirección al juego del martillo; Si tenía la intención de que pruebe “el martillo”, estaba equivocado, no quería pasar vergüenza –alguna vez había intentado, y golpeando con todas mis fuerzas, logré que la bola llegue a la mitad: paupérrimo desempeño-.

Me quedé parado haciéndome el distraído hasta que sentí algo frío por detrás, un fierro se clavaba en el huesito de la espalda, justo encima del culo. Atiné a darme vuelta y noté que era un payaso, “quedate quieto o te quemo”, me susurró al oído y agregó: “dame la billetera y hacete el boludo, despacio, ta’ todo bien-. Mientras llevaba la mano al bolsillo –no sé por qué- solté el globo. Noté como aflojaba la fuerza el metal de la pistola en mi espalda y que la cabeza del payaso se inclinaba, estaba mirando al globo que salía volando. Pegué un codazo hacia atrás y una patada, casi al mismo tiempo, el payaso se dobló sobre sí mismo. Un cachorro caniche que estaba a unos metros, viendo la escena de violencia, se vino al humo, se aferró con  los dientes a mi pantalón y esta vez, cuando el payaso se levantaba con el arma apuntándome, pateé con todas mis fuerzas al aire, el perrito salió volando en dirección al payaso y se clavó con las uñas a su cara, el tipo soltó el arma para sacarse al animal de encima; salté y la recogí. La escena era confusa, los rulos turquesa del payaso se mezclaban con el afro blanco del perro que ya había echo su trabajo dejando la ropa de arlequín hecha jirones. Cuando me fui de ahí hacia donde estaba mi sobrino, escuchaba de fondo los gritos del payaso y los gruñidos del perrito, la gente llamaba a la seguridad: “¡Policía, policía!”, gritaba la dueña del caniche; de fondo se escuchaba el vals “Sobre las olas”. Tiré la pistola en un cesto de camino, y así como venía, agarré a mi sobrino, lo alcé y me fui al trote. Cuando ya estaba en la esquina de casa, palpé mi bolsillo, la billetera estaba ahí. Nos guiñamos el ojo cuando le dije al chico que no diga nada de lo que había pasado y seguimos camino a casa, en silencio.



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jueves, 7 de febrero de 2013




A tres centímetros del suelo

Las seis. En punto. Llega el auto de siempre. El lugar de siempre. Se detiene el motor dejando un vacío en el aire –siento cómo puede escuchar mi respiración- que me agita un poco. Ella baja del auto con su vestido de flores; está arrugado por el viaje: desde la oficina hasta la casa tiene una media hora. Alguna vez acompañé su ruta, escuchando discos durante el trayecto.
Entró en la casa como siempre –mirando hacia ambos lados, con la llave en mano antes de alcanzar la puerta- entró. Yo estaba ahí hace un rato aguardando el momento de sacar la llave que sujetaba en mi bolsillo del pantalón: era la última copia o, la copia de la copia, la que no se devuelve.
Crucé la calle rápidamente no sin antes fijarme alrededor para ver si había alguien mirando. Abrí el cerco y me arrimé a la puerta, tomé el picaporte. Hice una pausa. Apoyé la frente en la madera para hacer un mapa mental de la casa, recordaba cada  rincón como si fuera hoy el día que me había ido, podría dibujarlo con los ojos cerrados.
Apoyé la oreja para comprobar que no había nadie detrás –en efecto, no había un solo ruido- y coloqué la llave; le di las dos vueltas necesarias, y giré mi mano empuñando el bronce frío para abrir. Me metí de una zancada y me arrojé hacia adentro, hacia el hall de entrada, y con un pequeño salto, alcancé una columna para ocultarme y esperar. En mi mano izquierda tenía lo que había venido a darle.
Crucé el living en cinco pasos hasta el tabique que lo separa de la cocina. Escuché unos ruidos: eran sonido de vajilla, de porcelana. Esperé hasta que se fuera –ella siempre sale al jardín para su tomar su café-, era cuestión de tiempo, pero estaba seguro que lo haría, tal como siempre en cada tarde de verano; aun cuando llovía corría con sus manos tapando la taza de café hasta quedar debajo del techo del invernadero –su segundo hogar-.
Esa repetición era lo que más recordaba, cuando la veo hacer sus ritos una y otra vez, me vuelve esa sensación de estabilidad, de seguridad. Asomé los ojos para verla a través del vidrio de la puerta que me separaba de ella. El crujido que hizo la bisagra me hizo dar un salto hacia atrás -pude sentir como se aceleraban mis latidos: contuve la respiración…
Hubo un silencio del otro lado, luego un cajón se abrió –cerré los ojos queriendo desaparecer-, era ese el momento, tenía que avanzar, ya no había vuelta atrás.
Un portazo me sacó del estupor; al parecer, ella había ignorado el ruido –salió al jardín: pensé- Abrí la puerta suavemente y entré en la cocina. Esta vez avancé lentamente, disfrutando cada paso; me acerqué a la puerta ventana que daba al jardín y empujé el mosquitero; había atravesado el marco de la puerta cuando apareció repentinamente, ella, con un golpe que descargó contra mi pecho inflado. Sus ojos se llenaron de lágrimas en ese instante que nos vimos, y mientras daba unos pasos hacia atrás, yo me acercaba. Ella cayó a una silla que estaba detrás, y yo empecé a sentir una debilidad en mis piernas que me hizo caer de rodillas al piso. Me sentía débil en todo el cuerpo y lo que veía se iba tiñendo de verde. Apoyé una mano en el césped, luego la otra, dejando caer lo que le había traído.
Estaba tendido sobre el pasto. Un rayo de sol se reflejó en el cuchillo que tenía clavado entre las costillas. Me sentí feliz como hacía mucho tiempo no me sentía. Antes de cerrar los ojos, pude ver sus pies, elevados del suelo, al menos eso parecía, y yo sabía que si estaban flotando…, eso era por mí. 



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