martes, 29 de enero de 2013




El vuelo mágico

Lo primero que vi cuando entré en el hospital fue un calendario que colgaba detrás de la secretaria de mesa de entradas; un recuadro en color rojo me recordaba que era veinte de diciembre. Mientras la secretaria me entregaba un sobre con los últimos estudios, imaginaba delante de mí una pantalla en la cual proyectaba –siguiendo las profecías Mayas- la visión del fin del mundo.   

Mi madre no sabía nada de todo esto; ella estaba internada hacía un mes y se había perdido todo el bombo que le habían dado en los medios al asunto. Aún seguía en coma desde el día del accidente, y el pronóstico no era alentador. La última semana había pasado de visita todos los días. Me quedaba unas horas en el hospital: leía, hablaba por teléfono para arreglar asuntos pendientes del trabajo. Nada especial, simplemente estaba. Cada tanto me quedaba observando su cuerpo casi irreconocible detrás de todos esos cables y mangueras.

Entre los cambios de guardia, mientras esperaba, volví a pensar en la predicción. La profecía había sido clara: el día de mañana –según había leído- se alinearía el sol con otras dos estrellas y eso causaría…no recuerdo qué; y después, le seguirían tres días de oscuridad –la luz eléctrica desaparecería- y luego comenzaría una época de luz .“Regirá la energía fotónica”: decían. Todo lo que anunciaban era bastante complejo, sin embargo, hasta ese momento (las seis de la tarde del día previo al fin del mundo) no había ningún indicio de todo eso.

Hacía unos días había visto una película de Lars Von Trier: “Melancolía” se llamaba. También trataba el tema de los últimos días, pero, a diferencia de nuestro profético final abrupto, en el film,  el proceso “armagedónico” duraba días.  

Los médicos entraban y salían para hacer los controles. Yo leía en el diario una nota sobre todo el alboroto social que rodeaba a este día. Era un análisis del tipo sociológico, y llegaba a la conclusión –de manera implícita- de que la raza humana es bastante estúpida. Yo, personalmente, creo que todo ese clima de fervor se debe a que la gente está aburrida.

Me quedé un momento callado deseando recibir una respuesta, pero como es de esperar en estas preguntas, existe solo el silencio. Cuando miré la hora, vi que habían pasado cuarenta minutos. El sol empezaba a caer, entraban los últimos rayos a través de la ventana. Me levanté del sillón y me acerqué a ella, a mi madre. Noté que no me generaba tristeza, no me generaba nada. La observé detenidamente intentando recordar cuando estaba despierta: lo único que logré evocar fue el recuerdo de mi infancia de cuando estaba en la plaza; mientras yo me hamacaba, la veía entre la gente, mirando hacia un horizonte imaginario, perdida; un poco como la veo ahora. Me incliné y le besé la frente, después presioné el botón del respirador, lo dejé en la posición de: OFF.

Agarré el bolso y salí del hospital. Tomé un taxi en la puerta y le indiqué el camino hacia la estación: el tren salía en media hora. Caí en la cuenta de que entraría en el día del fin del mundo, en el camarote de un tren –de alguna manera estaba viajando a otra vida, como había leído en ese último párrafo de la profecía maya: “el vuelo mágico”-; lo mío era más humilde. Ni bien el inspector me picó el boleto, caí en un sueño profundo. Me dejé llevar, no sin un poco de pena por no poder aguantar hasta las doce...

Cuando volví a mirar la hora ya era de día, el ruido del tren me mantenía adormecido y aún faltaba un buen rato para llegar a destino. Pensé en mamá, ella también estaría viajando. En la pared del camarote había un reloj eléctrico, debajo de las agujas colgaba un cartelito que indicaba la fecha: era veintiuno de diciembre, año dos mil doce. El sol estaba cerca de la línea del horizonte, era una esfera anaranjada que se alzaba sobre el desierto; no había ningún animal a la vista ni árboles ni nada. Yo seguía allí sentado, dejando pasar el tiempo, recordando su mirada, tan parecida a la mía.