El vuelo mágico
Lo primero
que vi cuando entré en el hospital fue un calendario que colgaba detrás de la secretaria
de mesa de entradas; un recuadro en color rojo me recordaba que era veinte de
diciembre. Mientras la secretaria me entregaba un sobre con los últimos
estudios, imaginaba delante de mí una pantalla en la cual proyectaba –siguiendo
las profecías Mayas- la visión del fin del mundo.
Mi madre no
sabía nada de todo esto; ella estaba internada hacía un mes y se había perdido
todo el bombo que le habían dado en los medios al asunto. Aún seguía en coma
desde el día del accidente, y el pronóstico no era alentador. La última semana
había pasado de visita todos los días. Me quedaba unas horas en el hospital:
leía, hablaba por teléfono para arreglar asuntos pendientes del trabajo. Nada
especial, simplemente estaba. Cada tanto me quedaba observando su cuerpo casi
irreconocible detrás de todos esos cables y mangueras.
Entre los
cambios de guardia, mientras esperaba, volví a pensar en la predicción. La profecía
había sido clara: el día de mañana –según había leído- se alinearía el sol con
otras dos estrellas y eso causaría…no recuerdo qué; y después, le seguirían
tres días de oscuridad –la luz eléctrica desaparecería- y luego comenzaría una
época de luz .“Regirá la energía fotónica”: decían. Todo lo que anunciaban era
bastante complejo, sin embargo, hasta ese momento (las seis de la tarde del día
previo al fin del mundo) no había ningún indicio de todo eso.
Hacía unos
días había visto una película de Lars Von Trier: “Melancolía” se llamaba. También
trataba el tema de los últimos días, pero, a diferencia de nuestro profético final
abrupto, en el film, el proceso “armagedónico”
duraba días.
Los médicos
entraban y salían para hacer los controles. Yo leía en el diario una nota sobre
todo el alboroto social que rodeaba a este día. Era un análisis del tipo
sociológico, y llegaba a la conclusión –de manera implícita- de que la raza
humana es bastante estúpida. Yo, personalmente, creo que todo ese clima de fervor
se debe a que la gente está aburrida.
Me quedé un
momento callado deseando recibir una respuesta, pero como es de esperar en estas
preguntas, existe solo el silencio. Cuando miré la hora, vi que habían pasado
cuarenta minutos. El sol empezaba a caer, entraban los últimos rayos a través
de la ventana. Me levanté del sillón y me acerqué a ella, a mi madre. Noté que
no me generaba tristeza, no me generaba nada. La observé detenidamente
intentando recordar cuando estaba despierta: lo único que logré evocar fue el
recuerdo de mi infancia de cuando estaba en la plaza; mientras yo me hamacaba,
la veía entre la gente, mirando hacia un horizonte imaginario, perdida; un poco
como la veo ahora. Me incliné y le besé la frente, después presioné el botón
del respirador, lo dejé en la posición de: OFF.
Agarré el
bolso y salí del hospital. Tomé un taxi en la puerta y le indiqué el camino
hacia la estación: el tren salía en media hora. Caí en la cuenta de que
entraría en el día del fin del mundo, en el camarote de un tren –de alguna
manera estaba viajando a otra vida, como había leído en ese último párrafo de
la profecía maya: “el vuelo mágico”-; lo mío era más humilde. Ni bien el
inspector me picó el boleto, caí en un sueño profundo. Me dejé llevar, no sin
un poco de pena por no poder aguantar hasta las doce...
Cuando volví
a mirar la hora ya era de día, el ruido del tren me mantenía adormecido y aún
faltaba un buen rato para llegar a destino. Pensé en mamá, ella también estaría
viajando. En la pared del camarote había un reloj eléctrico, debajo de las
agujas colgaba un cartelito que indicaba la fecha: era veintiuno de diciembre,
año dos mil doce. El sol estaba cerca de la línea del horizonte, era una esfera
anaranjada que se alzaba sobre el desierto; no había ningún animal a la vista
ni árboles ni nada. Yo seguía allí sentado, dejando pasar el tiempo, recordando
su mirada, tan parecida a la mía.