Pesadilla en el parque
de atracciones
Un domingo familiar nunca viene mal. Mi sobrino estaba cada día más
grande pero todavía seguía disfrutando de los paseos por el parque al
atardecer. Nos escapamos, él y yo, de la sobremesa para tomar un poco de aire y,
por mi adicción a los juegos de kermés. Primero lo llevé a la calesita; pasaban
un tema de “Manel” que, a pesar de que desentonaba con el vaivén de los
corceles del carrusel, movía alguna fibra adentro de mí, nostalgia tal vez. Iba
por la quinta vuelta cuando empezaron a iluminarse los típicos juegos de feria:
el tiro a los patos, el juego de embocar el aro en las cajitas de fósforos,
lanzamiento de pelota, el martillo.
Esperé que terminara la última vuelta y cruzamos el parque en dirección
a la kermés. Empezamos por el juego en que, con una pistola de agua, hay que
embocar el chorro en la boca de un vaquero. Me fue bastante mal, había pasado
mucho tiempo desde mi última práctica de tiro al blanco. Después fuimos al
juego de encestar la pelota en la canasta. Gané. Me dieron a elegir un premio y
yo le di a elegir a mi sobrino que ya apuntaba su dedo hacia un camión de
plástico de esos que cargan arena en la caja. Lo recibió con una sonrisa de
oreja a oreja, sosteniéndolo bien fuerte dio media vuelta y salió corriendo
–tal vez temía que tendría que devolverlo, o que yo quisiera quedarme con el
premio, no sé-. Llegó hasta donde estaba el vendedor de globos y me echó una
mirada compradora de esas que hacen lo chicos cuando quieren algo. Me acerqué
al globero y compré dos globos: uno se lo di al nene y otro me lo quedé para mí
–el chico estaba un poco excitado, corriendo de un lado a otro, si se perdía
podría reconocerme por el globo-.
Otra vez salió disparado, ahora con el camión abrazado al cuerpo y el
globo en la otra mano, se fue en dirección al juego del martillo; Si tenía la
intención de que pruebe “el martillo”, estaba equivocado, no quería pasar
vergüenza –alguna vez había intentado, y golpeando con todas mis fuerzas, logré
que la bola llegue a la mitad: paupérrimo desempeño-.
Me quedé parado haciéndome el distraído hasta que sentí algo frío por
detrás, un fierro se clavaba en el huesito de la espalda, justo encima del
culo. Atiné a darme vuelta y noté que era un payaso, “quedate quieto o te
quemo”, me susurró al oído y agregó: “dame la billetera y hacete el boludo,
despacio, ta’ todo bien-. Mientras llevaba la mano al bolsillo –no sé por qué-
solté el globo. Noté como aflojaba la fuerza el metal de la pistola en mi
espalda y que la cabeza del payaso se inclinaba, estaba mirando al globo que
salía volando. Pegué un codazo hacia atrás y una patada, casi al mismo tiempo,
el payaso se dobló sobre sí mismo. Un cachorro caniche que estaba a unos
metros, viendo la escena de violencia, se vino al humo, se aferró con los dientes a mi pantalón y esta vez, cuando
el payaso se levantaba con el arma apuntándome, pateé con todas mis fuerzas al
aire, el perrito salió volando en dirección al payaso y se clavó con las uñas a
su cara, el tipo soltó el arma para sacarse al animal de encima; salté y la
recogí. La escena era confusa, los rulos turquesa del payaso se mezclaban con
el afro blanco del perro que ya había echo su trabajo dejando la ropa de
arlequín hecha jirones. Cuando me fui de ahí hacia donde estaba mi sobrino,
escuchaba de fondo los gritos del payaso y los gruñidos del perrito, la gente
llamaba a la seguridad: “¡Policía, policía!”, gritaba la dueña del caniche; de
fondo se escuchaba el vals “Sobre las olas”. Tiré la pistola en un cesto de
camino, y así como venía, agarré a mi sobrino, lo alcé y me fui al trote.
Cuando ya estaba en la esquina de casa, palpé mi bolsillo, la billetera estaba
ahí. Nos guiñamos el ojo cuando le dije al chico que no diga nada de lo que
había pasado y seguimos camino a casa, en silencio.
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