Era mi primer día en Starbucks. El reloj marcaba las
cuatro. Hasta ese momento no había mucha gente por las calles de San Telmo y
veía que en el el bar de enfrente, preparaban las mesas para el turno tarde.
El encargado me había explicado cómo era el
funcionamiento del lugar, las reglas, el trato a los clientes, la limpieza. Yo
había trabajado un par de años en Mc Donalds y ya sabía cómo desenvolverme en
estas cadenas yanquis. La clave era moverse, estar siempre ocupado y si no
había nada que hacer, había que inventarlo.
Estaba detrás del mostrador, mirando cómo atendían en las
cajas, aprendiendo. Rodrigo, así se llamaba el que me entrenaba, me explicaba
cada detalle. El sistema era muy parecido al que había usado en Mc Donalds, la
única diferencia era que, en Starbucks, al final del pedido se preguntaba el
nombre del cliente para llamarlo una vez que estaba listo. Era bastante
incómodo andar llamando a la gente por su nombre sin conocerlos, pero como los
que venían a consumir al local ya estaban familiarizados con el método, no
había mucho problema. Yo tenía un cartelito en la camisa que decía Hernán,
ellos también podían llamarme por mi nombre si quisieran.
Ya se empezaba a formar una cola delante de la caja. Suponía
que la cantidad de gente iría aumentando hasta pasadas las siete, después disminuiría.
Rodrigo se desenvolvía muy bien; despachaba a los clientes más rápido que el
resto, conocía la botonera de la caja de memoria: café mocha, macchiato, mocha
blanco, capuccino; presionaba sin mirar los botones correspondientes a cada
tipo de café, latte, espresso, cocoa, frapuccino, te (que ahí se llamaba “tazo”).
La cola avanzaba pero se iban sumando cada vez más. Yo miraba, iba registrando
cada movimiento de mi maestro. Había pasado media hora y ya sabía lo que había
que hacer.
Empezaba a aburrirme cuando vi que el último de la fila
me miraba fijo. Era un tipo un poco más alto que yo, llevaba la barba medio
crecida que desentonaba con la prolijidad del traje. También miraba para los
costados, hacia las otras filas, hacia atrás, en dirección a las mesas, cada
tanto echaba un vistazo al reloj y después volvía a fijarme los ojos. Me
concentré en la botonera de la caja para distraerme —una vez casi me echaron
del Mc Donalds por atender a un ansioso que, como estaba apurado, se había
quejado y yo que recién empezaba no supe cómo manejarlo; lo atendía más lento
como queriendo darle una lección, al final, él fue el que me dio la lección a
mí—, esa vez no podía pasarme nada malo, estaba detrás de Rodrigo aprendiendo,
en todo caso, si el tipo se enojaba no sería conmigo. Quedaban dos antes que
él. La cara del tipo se transformaba; tal vez, la idea de que yo estuviera ahí
parado sin hacer nada lo ponía intranquilo.
“El que sigue”, dijo Rodrigo, y yo pregunté en voz alta
dirigiéndome al nervioso: “¿Ya sabés qué vas a pedir?”. No sé por qué pregunté,
incluso Rodrigo me miró intrigado. “Espero”, me respondió. El tipo estaba
buscando problemas y yo también. No pude aguantarme, igual, esta vez, había
actuado bien, tenía el argumento de que como había visto que el cliente estaba
impaciente había intentado acelerar su pedido, “todo sea por el bien del local”.
Llegó el turno del tipo. “Quiero un café latte”, dijo.
Cuando Rodrigo le daba el vuelto, le preguntó el nombre. “Darío”. Muy bien,
Darío, este es tu vuelto, enseguida te llaman. El tipo me miró de reojo y se
hizo a un lado a esperar su café. Yo seguí con mi aprendizaje. Pasaron
tres chicas: Lorena, Juana y Sole, podría haber dicho Soledad pero en Starbucks
cada uno se anunciaba como quería. Tuve que llamar al encargado porque Rodrigo
se había quedado sin cambio, mi primera tarea. “!Darío!” Cuando escuché el
grito del empleado que hacía las entregas, me di vuelta. El tipo se acercó al
mostrador para retirar su café, pude ver que llevaba una mochila. Estiró el
brazo entre dos personas que esperaban adelante y alcanzó su pedido. “¡Ey!”,
dijo. El empleado se dio vuelta para ver qué pasaba mientras Darío se abría
paso y empujaba a los dos que estaban esperando adelante; le tiró el café al
cuerpo del empleado que a los gritos se sacudía la camisa. Se estaba quemando.
“¡¿Qué le pasa?..., ¿está loco?!”, gritaba, “¡Seguridad!”. Toda la gente del
local se dio vuelta a mirar lo que pasaba y Darío se descolgó la mochila, la
apoyó en el suelo y sacó una pistola. La gente se tiró al piso. El disparo fue
certero, dio justo en el pecho del empleado, el cartelito del nombre decía
Mariano, la mancha de sangre se mezclaba con la mancha del café y chorreaba al
piso. El que estaba al lado de Mariano se patinó con el charco y cayó. El
segundo disparo fue al de seguridad que se desplomó al instante. Yo era el
único que seguía parado mirando la escena. Darío gritaba “!Cipayos!”. Disparó dos
tiros al techo, a las cajas registradoras: la uno, la dos. Rodrigo me
tironeó del pantalón justo cuando el disparo destruía la caja tres donde
estábamos nosotros. El encargado saltó por encima del mostrador y salió
corriendo por la puerta. Por una rendija pude ver que Darío sacaba un bidón y
empezaba a desparramar un líquido sobre una mesa del salón. Olía a kerosene. Sacó
un encendedor y prendió. El fuego echaba un humo negro que me irritaba las
fosas nasales y me hacía lagrimear. “Cipayos”, volvió a gritar.
Darío se quedó mirando el fuego, estaba más tranquilo;
desde donde estaba podía ver cómo había cambiado el brillo de sus ojos. Ahora
tenía una expresión de tranquilidad que me hacía aflojar la tensión que tenía.
Esperamos que ordene, que nos diga algo. Darío desarmó un servilletero, echó el
papel suelto. Se había armado una especie de fogata. “Necesito una pava, o una
cafetera”, dijo en dirección a donde estábamos agazapados Rodrigo y yo. Nos
miramos. Me levanté enseguida, no podía quedarme a esperar más. Agarré una
cafetera de vidrio que había en exposición y se la alcancé. “Con agua…, ponele
agua”. La llené y salí del mostrador. La apoyé sobre el fuego sin preguntar.
“Muy bien pibe, estás aprendiendo, quédate acá… A ver vos, rubia, pásame la
mochila”. Lorena estiró el brazo y se la tiró, estaba con los ojos llorosos.
“Vení, acércate”. Se levantó y se arrimó. “Ustedes dos también”, Sole y Juana
siguieron los movimientos de Lorena y se acercaron. Tenían los vasos de café
estrujados en las manos. Sole tiró su vaso al fuego y Darío le sonrió. Juana
hizo lo mismo y habló: “Tengo unos papeles en el bolso, ¿querés que los eche?”,
dijo mostrando el interior. “Echemos más leña al fuego”, dijo Darío con un tono
solemne. En la cafetera, el agua empezaba a llenarse de esas burbujitas previas
al hervor. “Rubia, pasame la yerba”. Lorena metió la mano en la mochila y sacó
un porongo; se lo alcanzó y le pasó el paquete que estaba en el bolsillo delantero.
Darío lo llenó hasta tres cuartos, lo tapó con una mano y lo dio vuelta tres
veces, se limpió el polvillo verde contra el saco y le clavó la bombilla que
tenía guardada en el bolsillo, la enterró, minucioso. Darío recorrió el lugar
con la vista, estaba buscando algo. Cuando aparecieron dos patrulleros en la
calle, no se alteró, siguió con su tarea, como si nada. Yo intentaba imaginar
cómo se vería la situación desde afuera: una ronda de personas en medio de un
local calentándose al fuego, como en un camping, y tomando mate. Los policías
estaban fuera de los autos, hablaban por handi
detrás de las puertas abiertas, todavía no apuntaban. Imagino estarían
desconcertados.
Ya íbamos por la tercer vuelta. A Sole parecía no
gustarle el mate pero igual tomaba, chupaba hasta hacer ruido con la bombilla.
Lorena lo disfrutaba, se la veía tranquila, no miraba para afuera como Juana.
Darío se fijaba en todos, parecía disfrutar más de vernos en aquella situación que
de tomar mate. Tenía una expresión de orgullo en los ojos; sin embargo, seguía
revisando el lugar y calculando cada detalle. Todavía faltaba algo.
“A ver vos, ¿cómo te llamás”, gritó a uno que estaba
escribiendo junto a una ventana. “Pablo”, respondió. “Vení, vos vas a cebar el
mate, así puedo seguir apuntándoles. “¡Sí señor!”, respondió Pablo que se
acercó adonde estábamos, trajo unos libros que tenía en la mesa, y los tiró al
fuego. No conocía a ninguno de los autores, pero el fuego se avivó; tuve que
retirar la pava que había improvisado para que no hirviera el agua, regla base
de los materos. Afuera se agolpaba la gente detrás de unas vallas que había
puesto la policía que al parecer había pedido refuerzos.
Estaba bueno el mate, se iba armando la ronda. Darío no
hablaba, disfrutaba del momento, su sonrisa me calmaba. Se fijó en los
pantalones que llevaba Pablo, “Miren, cuero argentino… ¿qué mierda hacés acá,
Pablo?, tomando cafés gringos…”. “Ahora estoy tomando mate…, señor”. “¿Qué
escribías?”. “Un artículo para página 12”. Darío se quedó pensando un momento.
“Perfecto, ponete a escribir sobre lo que
está pasando acá. Tenés la primicia”. “¿Ahora?”, preguntó Pablo. “Si,
ahora; haceme quedar bien”, dijo Darío. Me llegó el mate, estaba rico. “La vida
es injusta a veces…”, dijo resignado, “Nos matamos como moscas por un café
aguado, horrible; miren ese pobre tipo”, mientras señalaba a Mariano, el
empleado que había muerto primero. “Quizá, era su primer día de trabajo y tuvo
que morirse por esta mierda…, de todas maneras era necesario, así como va a ser
necesario que yo muera, justo o no, así va a ser”, Pablo escribía a toda
velocidad. “Después que tome este último amargo, voy a salir con las manos en
alto. La policía me va a esperar a que llegue a una buena distancia, va a tapar
las cámaras y me va a cagar a tiros. Van a desquitarse, se van a sacar las
ganas, las broncas, las frustraciones que sin darse cuenta les genera este puto
café latte… Imagínense, un producto yanqui con nombre italiano. ¿Qué carajo de
mezcla es esa?...; pero ellos no saben, no se dan cuenta. Piensan que el malo
soy yo. El pibe ese, Mariano, se salvó. Yo lo salvé. Era la misión, mi
objetivo, también a ustedes los voy a salvar, pero para eso tengo que
sacrificarme porque sino el mundo se derrumba, se viene a pique, ¿me entendés?…
y todo por este vasito de papel con agua sucia… Espresso”. Darío bajó la
mirada, se incorporó, se sacó la camisa, abajo llevaba una remera con la cara
del “Che”, se fijó en lo que estaba escribiendo Pablo y se rio. Vimos cómo se
iba con las manos en alto. Afuera lo esperaba la policía y la gente agolpada
contra las vallas. Habían tres patrulleros más. El televisor estaba prendido en
el canal de Crónica, las cámaras tomaban la esquina del Starbucks y se veía a
un hombre atravesando la puerta del local, llevaba las manos en alto; de
repente se armó un disturbio y un grupo de personas se puso delante de las
cámaras, se empujaban tapando todo lo que se pudiera ver, la imagen se sacudía.
En medio de los disparos apareció la tanda publicitaria. Pasaban un anuncio de
la feria en la rural, lo que mostraban era confuso, una oveja estaba pariendo
tres corderitos color café, como en el campo, lejos de la ciudad.