lunes, 15 de abril de 2013





Giro
Fue todo en el momento en que dobló a la izquierda, dejábamos atrás el sol de la tarde y silencio se profundizaba, aún más que el silencio incómodo generado entre dos personas que no tienen nada para decirse.
El ruido de las gomas del auto rozando contra el pedregullo mezclado en la tierra me llevó directo a mi infancia, cuando en un viaje, el mismo sonido reverberaba en la noche cerrada de un pueblito de las afueras de Buenos Aires.
El movimiento del habitáculo producido durante el giro, me sacudió y me dejó de un empujón contra un panorama nuevo: un centenar de cruces de piedra, todas blancas.
Sin mirar intuyo su intención, aún antes de que disminuyera la velocidad, aún antes de salir de casa: ella estaba cumpliendo el deseo de compartir un trozo de su pasado conmigo y yo, aceptaba gustoso -alimentándome de la desnudez que se guarda en secretos ajenos-; allí, en ese acto breve, brevísimo, reside la contradicción de lo simple y lo complejo, la vida más real que pueda contemplar, y yo ahí, testigo.
Del movimiento producido en la curva solo quedó la inercia jugando entre el polvo que nos perseguía a ras del suelo. Nos miramos, o mejor dicho, la miré, y ella dirigió su mirada hacia mi lado pero hacia fuera mientras con su mano a ciegas abría la puerta sin decir palabra. Yo bajé copiando sus movimientos, esperando que me guíe hacia donde se dirigía. Me adelanté unos pasos, quité la cadena de la puerta reja y entramos.
Las lápidas y cruces correctamente ordenadas, paralelas, perpendiculares, y nosotros a paso lento siguiendo la diagonal que conoce de memoria. Escuché el canto de algunos pájaros y el fluir de la brisa abriéndose camino entre las hojas de los árboles.
Estábamos parados frente a un pequeño muro de cemento con un nombre propio, frente a lo que fue de un hombre -ahora era un jardín pequeño enmarcado-, sobre la lápida asomaban dos florcitas violeta.
Mientras esperaba sus tiempos, pensaba que ese día era treinta y uno de diciembre, un día como ese moría mi abuelo: la primera vez que lloré por una muerte y la última vez que fui a la casa de la costa.
Ella dijo unas palabras, pensamientos en voz alta; yo escuché y acompañé rozándole la espalda y la mano, aunque lo que quería en realidad era abrazarla y tomarle la mano que colgaba vacía al costado de su cuerpo levemente encorvado.
Quizás pensé como un atrevimiento el meterme en el diálogo que tal vez podría llegar a estar teniendo ella y su él, o lo que fue de él.
Sin más, pegó media vuelta y tiró una frase al viento que me dejó con la boca cerrada, y así, aún sin decirnos nada, subimos al auto para seguir viaje.
Aquel día, en ese giro, con el atardecer a cuestas, ella fue real; yo estuve allí, como un espectador, como un niño que con los ojos abiertos y la boca floja, se asombra  ante el encuentro de algo nuevo, algo desconocido de nuestra frágil relación. Ya era tarde para volver las cosas a cero. Quedaría en mi memoria aquella curva, el cementerio –eso lo sabía-. Quedaría siempre asociado a la idea de que solo allí nos habíamos conocido, solo allí habíamos sido sinceros.



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