El castigo (Crónicas H&S)
¿Qué sucederá cuando no haya más espacio para escribir en estas cuatro
hojas? Sospecho que nuestra historia
podría llenar miles y miles de hojas y jamás revelar los verdaderos impulsos o
propósitos que empujaron los hechos. Por eso pienso que tal vez cuatro hojas sí
puedan hacer justicia y revelar la verdad.
Anoche
soñé con él nuevamente. Es la tercera vez que me pasa esta semana,
como si tuviera que recibir un
mensaje oculto a través de sus imágenes que se me revelan tan vívidas y con una
coherencia que me perturba. En el sueño estamos encerrados en un galpón cuya llave cuelga de mi cuello,
atada a un cordón dorado. El lugar está repleto de enormes máquinas. Nos
rodean. El olor a grasa y aceite me
hacen sentir sucia y con la impresión de estar así desde hace varios días.
Rechinan las cadenas mientras transportan piezas de hierro y chapa. El ruido
que provoca la fricción de los metales y las chimeneas soltando vahos
comprimidos es ensordecedor; casi hay que gritar para poder entenderse. La única luz que
ilumina esa caja mustia llega desde unos largos tubos fluorescentes enjaulados
al techo. El parpadeo de las luces refleja en el piso y me hace cerrar los
ojos. Bien podría ser de día o de noche. El calor forma un caldo con la humedad
que sube por mis piernas, me sofoca. Se
me nubla la vista cuando veo los hornos de fundición de los que proviene esa
masa ardiente. Estoy de pie junto a uno de ellos. Mientras tanto, él de
rodillas delante de mí y ambos empapados
de sudor. En mi mano tiembla la pistola con la que le estoy apuntando directo al
rostro mientras él me mira con una calma casi insolente. “Vas…a pagar…por…tu…encanto…excesivo”, le digo
masticando cada palabra mientras apoyo el cañón del arma en su frente y lo hundo
en la piel con cada pausa. “No podés odiar algo de manera tan violenta sin que
al menos una parte tuya también la ame”, me responde sin parpadear. Levanto
entonces la pistola apuntando hacia un fondo oscuro, la sostengo unos segundos
por encima de mi hombro derecho y siento el peso del metal en mi mano. Aprieto con fuerza el mango del arma mientras
busco el gatillo con el índice. Tiemblo de ira e impotencia y mientras se
escapa el momento remato el golpe violentamente. Justo antes de alcanzar ese rostro
inmutable, me despierto.
Abro
los ojos con la sensación de estar ahogándome. Aún siento su presencia grabada
en la oscuridad de mi habitación, como si estuviera proyectado.
Apoyo
los codos sobre el colchón para poder levantarme pero mi brazo derecho cede y
caigo nuevamente sobre el colchón. Me doy cuenta de que tengo el brazo dormido y el puño
cerrado. Me incorporo ayudándome con la otra mano y salgo de la cama con la impresión de que aquel
cuaderno es el culpable de mis pesadillas. Me paro y lentamente camino hacia el
baño tanteando la pared. Enciendo la luz que inmediatamente me ciega y cuando
me voy acostumbrando me veo en el espejo, pero no… prefiero evitar el reflejo. Agacho
la cabeza y comienzo a sentir el agua que llevo con mis manos a la cara y la nuca.
Me siento sobre la bañera y me quedo unos segundos ahí mientras corre la
canilla. “La situación me está sobrepasando”. "¿Qué voy a hacer sin él?, ¿qué
sentido tendrá entonces todo esto?”
Después
de todos estos años ya no soy la misma. Del odio que tenía ya no queda más que
una sórdida amargura; no sé si lo que siento es rencor por todo lo que él me
hizo o resentimiento por haber resignado parte de mi vida a darme revancha. Supongo
sería la desesperación lo que me llevó a actuar así —ya no lo recuerdo—, sin
embargo, en el fondo siempre supe que estaba cometiendo un error.
Camino
hasta la cocina y a través de la ventana veo la casita en el jardín. El reloj que
hay en la pared indica que todavía no son si quiera las seis de la mañana. Me
pongo un abrigo sobre los hombros por encima del camisón y atravieso el patio
hasta ahí. Jamás hubiera él imaginado cuando nos mudamos, que el galpón que él
mismo construyó para guardar las herramientas, sus bicicletas y las chatarras,
como el televisor blanco y negro que nunca quiso tirar, pasaría a ser su celda. Siempre repetía:
“¿Para qué tanto jardín? La casa es diminuta y si tenemos hijos nos va a quedar
chica”. Si hubiéramos tenido hijos no sé
dónde estaríamos parados ahora. Lo que sí sé es que de haber sido el caso,
jamás hubiera podido llevar a cobo este plan, o como sea que se llame esto.
Creo que hubieran hecho que mi vida sea más alegre, pero es inútil, ya no puedo
pensar en eso, ha pasado tanto tiempo. Tal vez podría haber formado otra
pareja, o vivir en algún otro lado, más cálido, tal vez en la costa. Se me
quiebra el cuerpo de solo pensarlo. Tantos años desperdiciados... Las cosas son
así, ya es tarde para arrepentimientos.
Todavía
no logro olvidar cuando se confesó y me contó lo que había hecho. Fue como si
me hubiera clavado un punzón en el hígado, una sensación de amarga muerte.
Estaba abatida, no sabía si escapar o devolverle el mismo dolor que me había
causado. Había vivido una mentira, tantos años. El odio que sentía era devastador.
Entonces fue que pensé en el plan. Sabía que lo que había decidido no sería
fácil pero tenía que hacerlo, para desquitarme, para desahogarme. Al principio
fue duro pero el tiempo, luego se encargó de tornarlo en una rutina.
Avanzo
por el jardín hacia la casita. Al ver el vapor que sale de mi boca me
sobresalto —estaba hablando sola sin darme cuenta—: “Que estupidez, si bien
estaba susurrando, podría escucharme y despertarse”. No estoy de ánimo como
para escucharlo y no quiero que nada interrumpa mis pensamientos o el silencio
en el que me estoy moviendo. Me cuesta avanzar: la humedad se cuela por mis
tobillos, siento como si hubiera pisado un hormiguero y las hormigas, con sus
tenazas, estuvieran mordiendo cada milímetro de los pies. Sigo camino hacia la
casita. La claridad del horizonte deja ver un cielo azul todavía con algunas
estrellas. Cuando llego a la puerta apoyo la oreja. El silencio profundo me da un
escalofrío erizando la piel del antebrazo que se evidencia al estirarme para
abrir la puerta. Bajo el picaporte y entro sin hacer ruido, esperando que todavía
esté dormido. Cierro con precaución para evitar que una brisa fría o algún
ruido de la calle se logren colar. Camino los dos metros que separan la entrada
de las rejas de su habitación y ya frente a su cuarto veo que no se ha
despertado. Me acerco hasta abrazar las barras de las rejas y es entonces
cuando el llanto me vence. Intento reprimirlo pero no lo puedo evitar, se me
tensa el rostro y voy sintiendo como se me llenan los ojos de lágrimas al verlo.
Lo escucho respirar con dificultad; tiene ese bulto en la garganta que
aprisiona sus vías aéreas: ya casi ha alcanzado el tamaño de una pelota de
tenis en el último mes, y no hay que ser un experto para deducir que no faltará
mucho para el final.
Me arrebata
la idea de la soledad. De mi vida sin él. A pesar de mi odio visceral, a pesar
de mi proyecto de castigo y los casi quince años de encierro en ese cuarto sin
hablarle ni una sola palabra. A pesar de desear desde lo más profundo de mi ser
que su vida sea un calvario colmado de silencio y ausencia; un inacabable
bloque de tiempo en el que la culpa lo ahogue hasta absolverlo. Que el único
rostro que vea durante el resto de su vida sea el mío, el de su verdugo, alimentándolo
religiosamente cada día bajo el más claustrofóbico de los silencios —hasta las
ventanas encargué sellar con cristales especiales para que la burbuja sea aún
más impenetrable—, y que el único ruido que pueda oír sea la mínima porción que
se puede escabullir durante la fracción de segundos que permanece abierta la
puerta hasta que yo entro cada mañana. Y a pesar de todo, me invade un terrible
frío al ver el bulto en su garganta y sentir que el final está cerca, que mi
meta está a la vista, que mi plan se ha desplegado con máxima eficiencia y
precisión.
Me
acerco a la mesa que hay junto a la pequeña cocina y abro el cuaderno rojo de
espiral que hay junto a un plato con frutas. Sus hojas son de papel grueso y
absorbente, tamaño de carta y con cincuenta renglones por carilla. Lo abro por
la mitad, me mojo el dedo índice con la lengua y separo cuatro hojas del bloque
izquierdo. Cuidadosamente las voy cortando mientras me aseguro que se separan prolijamente
a través del margen indicado para tal propósito. Las acomodo a un costado
mientras cierro el cuaderno y deslizo la palma de mi mano derecha sobre la mesa
sintiendo su superficie liza.
Así
lo he decidido. Antes del final ambos tendremos la posibilidad de llenar dos
hojas cada uno con nuestra verdad. Y así yo me aferraré a esa confesión hasta
el día que la muerte nos una. Sellaremos nuestra historia con la libertad que
sólo otorga la palabra.