jueves, 27 de diciembre de 2012


Directo al barranco

Relato basado en un título cedido por Erzengel (Ejercicio para Adictos a la escritura)



Giró la llave; ni bien puso primera, la aguja del tacómetro cruzó la línea roja. La estela de humo que dejó al salir de allí le generó tos a su mujer –él jamás se enteraría de este hecho- que quedaba llorando desconsolada en la vereda.

Era temprano para ser un domingo: la calle estaba vacía excepto por la presencia inmóvil de ella: parecía congelada en el tiempo: una fotografía. El espejo retrovisor devolvía la imagen de una ruta en la que su mujer se había transformado en tan solo un punto de en un punto de fuga.

En el asiento del acompañante estaba la carta abierta que había encontrado al levantarse; podría ser una hoja de papel común y corriente si no fuera por lo que tenía escrito. Él miraba la carta de tanto en tanto, y cada vez que lo hacía se le llenaban los ojos de lágrimas –aceleraba más cada vez que la veía- por la imagen que se iba armando en su mente.

Atravesaba el desierto a toda velocidad intentando ganarle al tiempo. Tenía un destino marcado que conducía directo al barranco de la colina; iba rasando ese camino que se encogía a medida que avanzaba.

El auto se detuvo: el motor estaba apagado -había olvidado cómo había llegado hasta allí, cómo había hecho el último tramo-. El silencio del desierto se quebraba con el chillido de un águila que acechaba el vehículo detenido a la vera del precipicio; mientras él, aún sentado, aferrado al volante, giró la vista y desprendió una mano para volver a tomar la carta y volver a leerla.

El temblor de los dedos dificultaba su lectura pero él insistía: se detenía en cada palabra, las separaba en sílabas como cuando era niño. Levantó la vista cuando cayó una lágrima sobre el papel, y con la mirada borrosa, contempló en el horizonte…

Abrió la puerta, sacó una pierna, luego la otra, y sin cerrar se asomó al abismo. Todo era cierto, las palabras cobraban vida revelando sus pensamientos más oscuros: ahí yacía su hijo en la base de aquel barranco, desparramado sobre una roca, sobre un charco de sangre -lo había visto con vida la noche anterior, antes de encontrar la carta en su habitación vacía-. Él, padre, vencido, cayó de rodillas sobre la cornisa de aquel precipicio, preguntándose lo que solo él sabe, ignorando lo que sigue, cómo continuar con vida; sabiendo que, aunque llegara a una respuesta, él había llegado demasiado tarde.



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martes, 11 de diciembre de 2012


La cita
Anochecía. Las primeras estrellas aparecían entre los edificios mientras yo esperaba. Había deseado tanto aquel momento…  
Ella venía en el metro; estaba a tres estaciones: así decía el mensaje de texto que acababa de recibir. El ruido de una sirena motivó que retirara la vista de la pantalla. Una ambulancia pasaba a toda velocidad atravesando la calle. Me levanté de mi asiento, caminé unos diez pasos hasta que un policía me empujó al pasar corriendo.
Acomodé mi ropa y controlé la hora del teléfono. Ana tendría que estar por llegar. Volví sobre mis pasos hacia el lugar donde habíamos quedado, ya que nunca nos habíamos visto en persona. Encendí un cigarrillo para hacer tiempo; era mentolado: ella odiaba el tabaco.
Entre una y otra calada, miraba el reloj. El bullicio crecía. Ana estaba retrasada; tal vez, por lo que estaba ocurriendo más adelante -un accidente quizás-. Las corridas se multiplicaban. A los uniformados se les sumaban civiles. Yo estiraba el cuello pero solo veía las luces de las sirenas. Marqué su número; del otro lado sonó directamente el contestador. Corté.
Para aquel entonces, la muchedumbre se agolpaba. Había pasado una hora y aún seguía sin noticias de ella. Aspiré el humo hasta quemar el filtro; era el último cigarrillo… –ella odiaba el tabaco-. Al arrojarlo al suelo desparramó sus brasas. Lo pisé. Eché una mirada en dirección a las luces, al tumulto; tomé las flores y me fui hacia el lado contrario. 


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domingo, 2 de diciembre de 2012



Esta imagen fue realizada por Federico Abuyé






La postal

La postal que tenía en mis manos databa del año 1925. Observaba aquella imagen con detenimiento, como si estuviera yo mismo allí parado contemplando aquel paisaje. Era una foto en blanco y negro que enmarcaba una porción de algún pueblo perdido. Mientras mi vista se detenía en algún punto del paisaje, mi mente viajaba a ese sitio, fantaseando sobre el momento en que alguien, un desconocido para mí, disparaba el botón de la cámara, guardando en el rollo de acetato este paisaje que a él le habría llamado la atención. Esta persona había elegido plantarse en ese punto para tomar registro de lo que veían sus ojos.

Una calle de tierra era la entrada a ese lugar en el mundo, cercada por jardines y bancos vacíos; en el fondo, más allá de lo que pareciera ser una escuela, descansaba un burro, diminuto, casi imperceptible: era el único testigo. A pesar de las nubes, la sombra se hacía espacio debajo de unos árboles, y por el tamaño de la misma, sospechaba que aquel desierto sería producto de la tan respetada hora de la siesta.

Habiendo ya repasado cada detalle una y otra vez, comencé a inquietarme con la idea  de que, quien había tomado la fotografía ya estaría muerto, y era yo mismo, un siglo después, el que estaba dándole vida a aquel paisaje impreso en el cartón que sujetaba entre mis dedos. Era yo el que movía las piezas del entorno, la cultura, el estilo y las costumbres de los que habitaban ese pueblo.

Me recliné sobre el respaldo dejando la postal a un lado, aún sin soltarla, pensando en las fotos que yo había tomado a lo largo de mi vida, en la gente que, incluso, quedaba retratada en ellas, algunos conocidos, otros completamente anónimos.

Sonó el reloj de pared; marcaba las once: tenía que continuar con mi tarea. Eché una última mirada a la postal y la rompí, primero la partí a la mitad, luego en cuartos. El tacho de basura estaba a mi alcance, alcanzó con estirar el brazo.

Mientras continuaba ordenando la casa, pensaba en aquel paisaje. Me detuve un instante para mirar a través de la ventana, ese otro marco; sabía que, para la próxima vez que ordenara la casa, esa postal que hoy me había cautivado pasaría al olvido.



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jueves, 29 de noviembre de 2012



PROYECTO NOVIEMBRE DE ADICTOS A LA ESCRITURA: PALABRAS PROHIBIDAS

El torno
Ya había transcurrido media hora cuando el ruido del torno se detuvo. Ahora creía escuchar mis latidos acelerados. Me levanté ni bien se abrió la puerta y caminé despacio en dirección al consultorio. Ingresé y me recosté, me sentía atrapado. Caía el sudor sobre mi sien, cuando encendió el aparto y lo acercó hacia mí. Sin dudarlo tomé su mano con fuerza y la aproximé hacia su cara. Forcejeábamos: él se resistía. Me incorporé y caímos al piso. El ruido estridente del aparato me enfervorizaba. Impulsivamente le clavé el torno en la encía, y en un grito desesperado desparramó su sangre todo alrededor. Un chorro me dejó ciego y yo aumenté mi fuerza. Me detuve cuando aflojó la tensión debajo de mi otra mano posicionada sobre su cuello. Restregué mis ojos, tomé aire, y salté de mi lugar para salir corriendo. En la sala de espera no quedaba nadie.


Los niños alegres
Los niños alegres bailan alrededor  del muerto que quedó con los ojos abiertos de par en par. El perro aúlla; ellos lo ceban, como se hace cuando se es pequeño. Hasta que muerde, una sola vez lo hace: suficiente como para hacerse a un lado en cada portón de la calle. Los niños alegres bailan. El muerto: muere.


A media noche
Si supiera lo que pasó en el viaje. Sabe amargo este beso y aún así, lo aprovecho. Imagino nuestro abrazo desde otros ojos. Como una fotografía. El tiempo se detiene justo a media noche. Pienso en voz alta. Me mira. Ahora sus lágrimas caen al ritmo de mis palabras que brotan ya sin freno. Así es esa imagen, como una despedida.    


lunes, 26 de noviembre de 2012



Esta imagen pertenece a Ame




Desde mi ventana

El sol rajaba la tierra. Todavía no podía levantarme, ni siquiera sabía si debía hacerlo: ignoraba si había dormido un par de horas o solo cinco minutos. Tenía esa franja de sudor en la frente donde nace el cuero cabelludo, como si hubiera tenido alguna pesadilla. La guardia había sido tranquila salvo por el nuevo, el de la cama tres.

Mientras parpadeaba entre bostezos, recordaba todo como si hubiera sido un sueño: el desgraciado estaba todo conectado, en coma; hacía una semana que había ingresado a terapia por un accidente cerebro vascular del cual no había podido salir. Yo estaba ahí, espiando su solitaria forma desparramada y dependiente entregada a manos ajenas, literalmente.

Parecía como si sus venas se conectaran directamente con la red eléctrica para rescatar algo de energía. Podía observar detenidamente al rostro de alguien sin nombre como en ningún otro lugar público podía hacer.

Los timbres de la sala hacían eco en los pasillos, en esas paredes vacías. Los pechos de los internados inflándose y desinflándose casi a ritmo, todos juntos, era tal vez lo más humano que podía rescatarse allí.

El de la tres era el más inestable; no me dejaba dormir últimamente. Noté que el tiempo muerto entre un sonido y otro se iba distanciando; fue entonces que me acerqué para sacudirlo un poco mientras echaba un vistazo al monitor. No reaccionaba, aunque eso no era novedad. Las alarmas de las máquinas comenzaron a sonar mientras los otros médicos de guardia dormían. Yo observaba, esperaba: miraba directo a sus ojos cerrados. Se hinchaba, se deshinchaba, como siempre. Todo parecía sonar cada vez más fuerte. Podría haber actuado pero algo me detuvo, no quise mover un  dedo.

Finalmente los pitidos se unieron en un tono único y monocorde, estridente. Pude ver como se iba. Como se hacía más pequeño. Cuando ya no hubo vuelta atrás, llamé al resto del equipo y completé su historia clínica. Anoté la hora de defunción; era hora de irme, de volver a casa para tirarme a dormir lo que no había podido.

Finalmente pude abrir los ojos; el sol rajaba la tierra y desde mi ventana podía ver que hoy sería un buen día.




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lunes, 23 de julio de 2012

No poner las manos




Un corazón formado por veinte humanos sacudiendo los hombros.

Un hombre montado en la espalda de una mujer (que camina)

 Y viceversa.

De fondo, un árbol que fue planta, se planta.

Lanzada a la carrera, no se dio cuenta que estaba atada como un perro.

Corría hacia el costado, tampoco parecía advertirlo – se agitaba solamente-

No avanzaba. Si retrocedía.

Cuando alguien cae, parece como si se fuera a partir la cara

(Y a veces eso pasa)

¡¿Serías capaz de dejarte caer y no poner las manos?!



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Me quedo con eso



Mirar a través de la carne para ver

Abrir un cumplido con los dientes de una sonrisa fingida.

Chocar abrazos de distintas intensidades

Mirar la hora

Hablar de más y herirse un poco

Ventilar la casa

Tu mano debajo de la mesa

domingo, 22 de julio de 2012

Ellos eran los héroes


Ellos eran los héroes maldecidos por el mundo. Aquellos -los del mundo-  acariciaban la pelusa de un resquemor con una mano. Tiraban ojos reventados a una pared con la otra. Trucos de magia para deshacerlos, pretendían.
Nada funcionaba con ellos dos sobrevolando el tiempo. Atados con venas de sangre. No querían estar separados, y siguiendo su deseo, dedicaron un momento a escribir sobre granito.
Lenguas largas atravesaban su camino. Formas voluptuosas imitaban monumentos.
Todo veían, todo admiraban; pero ellos seguían su rumbo, incrustando pies de elefante en el plano. Clavando accidentes geográficos que dibujaban.
El mapa tenía la cruz, en el pico de una montaña. Y hacia allá se dirigían. Ellos eran los héroes que alguna vez hemos soñado.