Directo al barranco
Relato basado en un título cedido por Erzengel (Ejercicio para Adictos a la escritura)
Giró la
llave; ni bien puso primera, la aguja del tacómetro cruzó la línea roja. La
estela de humo que dejó al salir de allí le generó tos a su mujer –él jamás se
enteraría de este hecho- que quedaba llorando desconsolada en la vereda.
Era
temprano para ser un domingo: la calle estaba vacía excepto por la presencia
inmóvil de ella: parecía congelada en el tiempo: una fotografía. El espejo
retrovisor devolvía la imagen de una ruta en la que su mujer se había
transformado en tan solo un punto de en un punto de fuga.
En el
asiento del acompañante estaba la carta abierta que había encontrado al
levantarse; podría ser una hoja de papel común y corriente si no fuera por lo
que tenía escrito. Él miraba la carta de tanto en tanto, y cada vez que lo
hacía se le llenaban los ojos de lágrimas –aceleraba más cada vez que la veía-
por la imagen que se iba armando en su mente.
Atravesaba
el desierto a toda velocidad intentando ganarle al tiempo. Tenía un destino
marcado que conducía directo al barranco de la colina; iba rasando ese camino que
se encogía a medida que avanzaba.
El auto se
detuvo: el motor estaba apagado -había olvidado cómo había llegado hasta allí,
cómo había hecho el último tramo-. El silencio del desierto se quebraba con el chillido
de un águila que acechaba el vehículo detenido a la vera del precipicio;
mientras él, aún sentado, aferrado al volante, giró la vista y desprendió una
mano para volver a tomar la carta y volver a leerla.
El temblor
de los dedos dificultaba su lectura pero él insistía: se detenía en cada
palabra, las separaba en sílabas como cuando era niño. Levantó la vista cuando
cayó una lágrima sobre el papel, y con la mirada borrosa, contempló en el
horizonte…
Abrió la
puerta, sacó una pierna, luego la otra, y sin cerrar se asomó al abismo. Todo
era cierto, las palabras cobraban vida revelando sus pensamientos más oscuros: ahí
yacía su hijo en la base de aquel barranco, desparramado sobre una roca, sobre
un charco de sangre -lo había visto con vida la noche anterior, antes de
encontrar la carta en su habitación vacía-. Él, padre, vencido, cayó de
rodillas sobre la cornisa de aquel precipicio, preguntándose lo que solo él sabe,
ignorando lo que sigue, cómo continuar con vida; sabiendo que, aunque llegara a
una respuesta, él había llegado demasiado tarde.
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