A tres centímetros del
suelo
Las seis. En punto. Llega el auto de siempre. El lugar de
siempre. Se detiene el motor dejando un vacío en el aire –siento cómo puede
escuchar mi respiración- que me agita un poco. Ella baja del auto con su
vestido de flores; está arrugado por el viaje: desde la oficina hasta la casa
tiene una media hora. Alguna vez acompañé su ruta, escuchando discos durante el
trayecto.
Entró en la casa como siempre –mirando hacia ambos lados, con
la llave en mano antes de alcanzar la puerta- entró. Yo estaba ahí hace un rato
aguardando el momento de sacar la llave que sujetaba en mi bolsillo del
pantalón: era la última copia o, la copia de la copia, la que no se devuelve.
Crucé la calle rápidamente no sin antes fijarme alrededor para
ver si había alguien mirando. Abrí el cerco y me arrimé a la puerta, tomé el
picaporte. Hice una pausa. Apoyé la frente en la madera para hacer un mapa
mental de la casa, recordaba cada rincón
como si fuera hoy el día que me había ido, podría dibujarlo con los ojos
cerrados.
Apoyé la oreja para comprobar que no había nadie detrás –en
efecto, no había un solo ruido- y coloqué la llave; le di las dos vueltas
necesarias, y giré mi mano empuñando el bronce frío para abrir. Me metí de una
zancada y me arrojé hacia adentro, hacia el hall
de entrada, y con un pequeño salto, alcancé una columna para ocultarme y
esperar. En mi mano izquierda tenía lo que había venido a darle.
Crucé el living en cinco pasos hasta el tabique que lo separa
de la cocina. Escuché unos ruidos: eran sonido de vajilla, de porcelana. Esperé
hasta que se fuera –ella siempre sale al jardín para su tomar su café-, era
cuestión de tiempo, pero estaba seguro que lo haría, tal como siempre en cada
tarde de verano; aun cuando llovía corría con sus manos tapando la taza de café
hasta quedar debajo del techo del invernadero –su segundo hogar-.
Esa repetición era lo que más recordaba, cuando la veo hacer
sus ritos una y otra vez, me vuelve esa sensación de estabilidad, de seguridad.
Asomé los ojos para verla a través del vidrio de la puerta que me separaba de
ella. El crujido que hizo la bisagra me hizo dar un salto hacia atrás -pude
sentir como se aceleraban mis latidos: contuve la respiración…
Hubo un silencio del otro lado, luego un cajón se abrió
–cerré los ojos queriendo desaparecer-, era ese el momento, tenía que avanzar,
ya no había vuelta atrás.
Un portazo me sacó del estupor; al parecer, ella había
ignorado el ruido –salió al jardín: pensé- Abrí la puerta suavemente y entré en
la cocina. Esta vez avancé lentamente, disfrutando cada paso; me acerqué a la
puerta ventana que daba al jardín y empujé el mosquitero; había atravesado el
marco de la puerta cuando apareció repentinamente, ella, con un golpe que
descargó contra mi pecho inflado. Sus ojos se llenaron de lágrimas en ese
instante que nos vimos, y mientras daba unos pasos hacia atrás, yo me acercaba.
Ella cayó a una silla que estaba detrás, y yo empecé a sentir una debilidad en
mis piernas que me hizo caer de rodillas al piso. Me sentía débil en todo el
cuerpo y lo que veía se iba tiñendo de verde. Apoyé una mano en el césped,
luego la otra, dejando caer lo que le había traído.
Estaba tendido sobre el pasto. Un rayo de sol se reflejó en
el cuchillo que tenía clavado entre las costillas. Me sentí feliz como hacía
mucho tiempo no me sentía. Antes de cerrar los ojos, pude ver sus pies,
elevados del suelo, al menos eso parecía, y yo sabía que si estaban flotando…, eso
era por mí.
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