jueves, 7 de febrero de 2013




A tres centímetros del suelo

Las seis. En punto. Llega el auto de siempre. El lugar de siempre. Se detiene el motor dejando un vacío en el aire –siento cómo puede escuchar mi respiración- que me agita un poco. Ella baja del auto con su vestido de flores; está arrugado por el viaje: desde la oficina hasta la casa tiene una media hora. Alguna vez acompañé su ruta, escuchando discos durante el trayecto.
Entró en la casa como siempre –mirando hacia ambos lados, con la llave en mano antes de alcanzar la puerta- entró. Yo estaba ahí hace un rato aguardando el momento de sacar la llave que sujetaba en mi bolsillo del pantalón: era la última copia o, la copia de la copia, la que no se devuelve.
Crucé la calle rápidamente no sin antes fijarme alrededor para ver si había alguien mirando. Abrí el cerco y me arrimé a la puerta, tomé el picaporte. Hice una pausa. Apoyé la frente en la madera para hacer un mapa mental de la casa, recordaba cada  rincón como si fuera hoy el día que me había ido, podría dibujarlo con los ojos cerrados.
Apoyé la oreja para comprobar que no había nadie detrás –en efecto, no había un solo ruido- y coloqué la llave; le di las dos vueltas necesarias, y giré mi mano empuñando el bronce frío para abrir. Me metí de una zancada y me arrojé hacia adentro, hacia el hall de entrada, y con un pequeño salto, alcancé una columna para ocultarme y esperar. En mi mano izquierda tenía lo que había venido a darle.
Crucé el living en cinco pasos hasta el tabique que lo separa de la cocina. Escuché unos ruidos: eran sonido de vajilla, de porcelana. Esperé hasta que se fuera –ella siempre sale al jardín para su tomar su café-, era cuestión de tiempo, pero estaba seguro que lo haría, tal como siempre en cada tarde de verano; aun cuando llovía corría con sus manos tapando la taza de café hasta quedar debajo del techo del invernadero –su segundo hogar-.
Esa repetición era lo que más recordaba, cuando la veo hacer sus ritos una y otra vez, me vuelve esa sensación de estabilidad, de seguridad. Asomé los ojos para verla a través del vidrio de la puerta que me separaba de ella. El crujido que hizo la bisagra me hizo dar un salto hacia atrás -pude sentir como se aceleraban mis latidos: contuve la respiración…
Hubo un silencio del otro lado, luego un cajón se abrió –cerré los ojos queriendo desaparecer-, era ese el momento, tenía que avanzar, ya no había vuelta atrás.
Un portazo me sacó del estupor; al parecer, ella había ignorado el ruido –salió al jardín: pensé- Abrí la puerta suavemente y entré en la cocina. Esta vez avancé lentamente, disfrutando cada paso; me acerqué a la puerta ventana que daba al jardín y empujé el mosquitero; había atravesado el marco de la puerta cuando apareció repentinamente, ella, con un golpe que descargó contra mi pecho inflado. Sus ojos se llenaron de lágrimas en ese instante que nos vimos, y mientras daba unos pasos hacia atrás, yo me acercaba. Ella cayó a una silla que estaba detrás, y yo empecé a sentir una debilidad en mis piernas que me hizo caer de rodillas al piso. Me sentía débil en todo el cuerpo y lo que veía se iba tiñendo de verde. Apoyé una mano en el césped, luego la otra, dejando caer lo que le había traído.
Estaba tendido sobre el pasto. Un rayo de sol se reflejó en el cuchillo que tenía clavado entre las costillas. Me sentí feliz como hacía mucho tiempo no me sentía. Antes de cerrar los ojos, pude ver sus pies, elevados del suelo, al menos eso parecía, y yo sabía que si estaban flotando…, eso era por mí. 



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