Giro
Fue
todo en el momento en que dobló a la izquierda, dejábamos atrás el sol de la
tarde y silencio se profundizaba, aún más que el silencio incómodo generado
entre dos personas que no tienen nada para decirse.
El
ruido de las gomas del auto rozando contra el pedregullo mezclado en la tierra
me llevó directo a mi infancia, cuando en un viaje, el mismo sonido reverberaba
en la noche cerrada de un pueblito de las afueras de Buenos Aires.
El
movimiento del habitáculo producido durante el giro, me sacudió y me dejó de un
empujón contra un panorama nuevo: un centenar de cruces de piedra, todas
blancas.
Sin
mirar intuyo su intención, aún antes de que disminuyera la velocidad, aún antes
de salir de casa: ella estaba cumpliendo el deseo de compartir un trozo de su
pasado conmigo y yo, aceptaba gustoso -alimentándome de la desnudez que se
guarda en secretos ajenos-; allí, en ese acto breve, brevísimo, reside la
contradicción de lo simple y lo complejo, la vida más real que pueda contemplar,
y yo ahí, testigo.
Del
movimiento producido en la curva solo quedó la inercia jugando entre el polvo
que nos perseguía a ras del suelo. Nos miramos, o mejor dicho, la miré, y ella
dirigió su mirada hacia mi lado pero hacia fuera mientras con su mano a ciegas
abría la puerta sin decir palabra. Yo bajé copiando sus movimientos, esperando que
me guíe hacia donde se dirigía. Me adelanté unos pasos, quité la cadena de la
puerta reja y entramos.
Las
lápidas y cruces correctamente ordenadas, paralelas, perpendiculares, y
nosotros a paso lento siguiendo la diagonal que conoce de memoria. Escuché el
canto de algunos pájaros y el fluir de la brisa abriéndose camino entre las
hojas de los árboles.
Estábamos
parados frente a un pequeño muro de cemento con un nombre propio, frente a lo
que fue de un hombre -ahora era un jardín pequeño enmarcado-, sobre la lápida
asomaban dos florcitas violeta.
Mientras
esperaba sus tiempos, pensaba que ese día era treinta y uno de diciembre, un
día como ese moría mi abuelo: la primera vez que lloré por una muerte y la
última vez que fui a la casa de la costa.
Ella
dijo unas palabras, pensamientos en voz alta; yo escuché y acompañé rozándole
la espalda y la mano, aunque lo que quería en realidad era abrazarla y tomarle
la mano que colgaba vacía al costado de su cuerpo levemente encorvado.
Quizás
pensé como un atrevimiento el meterme en el diálogo que tal vez podría llegar a
estar teniendo ella y su él, o lo que fue de él.
Sin
más, pegó media vuelta y tiró una frase al viento que me dejó con la boca cerrada,
y así, aún sin decirnos nada, subimos al auto para seguir viaje.
Aquel
día, en ese giro, con el atardecer a cuestas, ella fue real; yo estuve allí, como
un espectador, como un niño que con los ojos abiertos y la boca floja, se
asombra ante el encuentro de algo nuevo,
algo desconocido de nuestra frágil relación. Ya era tarde para volver las cosas
a cero. Quedaría en mi memoria aquella curva, el cementerio –eso lo sabía-.
Quedaría siempre asociado a la idea de que solo allí nos habíamos conocido,
solo allí habíamos sido sinceros.
.
"el ruido de las gomas del auto rozando contra el pedregullo mezclado en la tierra" es una imagen muy sugerente. de pronto me he ido yo también a mi propia infancia.
ResponderEliminartu relato es triste pero hermoso.
saludos.
que bueno, se ha logrado entonces.
ResponderEliminarsaludos