lunes, 26 de noviembre de 2012



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Desde mi ventana

El sol rajaba la tierra. Todavía no podía levantarme, ni siquiera sabía si debía hacerlo: ignoraba si había dormido un par de horas o solo cinco minutos. Tenía esa franja de sudor en la frente donde nace el cuero cabelludo, como si hubiera tenido alguna pesadilla. La guardia había sido tranquila salvo por el nuevo, el de la cama tres.

Mientras parpadeaba entre bostezos, recordaba todo como si hubiera sido un sueño: el desgraciado estaba todo conectado, en coma; hacía una semana que había ingresado a terapia por un accidente cerebro vascular del cual no había podido salir. Yo estaba ahí, espiando su solitaria forma desparramada y dependiente entregada a manos ajenas, literalmente.

Parecía como si sus venas se conectaran directamente con la red eléctrica para rescatar algo de energía. Podía observar detenidamente al rostro de alguien sin nombre como en ningún otro lugar público podía hacer.

Los timbres de la sala hacían eco en los pasillos, en esas paredes vacías. Los pechos de los internados inflándose y desinflándose casi a ritmo, todos juntos, era tal vez lo más humano que podía rescatarse allí.

El de la tres era el más inestable; no me dejaba dormir últimamente. Noté que el tiempo muerto entre un sonido y otro se iba distanciando; fue entonces que me acerqué para sacudirlo un poco mientras echaba un vistazo al monitor. No reaccionaba, aunque eso no era novedad. Las alarmas de las máquinas comenzaron a sonar mientras los otros médicos de guardia dormían. Yo observaba, esperaba: miraba directo a sus ojos cerrados. Se hinchaba, se deshinchaba, como siempre. Todo parecía sonar cada vez más fuerte. Podría haber actuado pero algo me detuvo, no quise mover un  dedo.

Finalmente los pitidos se unieron en un tono único y monocorde, estridente. Pude ver como se iba. Como se hacía más pequeño. Cuando ya no hubo vuelta atrás, llamé al resto del equipo y completé su historia clínica. Anoté la hora de defunción; era hora de irme, de volver a casa para tirarme a dormir lo que no había podido.

Finalmente pude abrir los ojos; el sol rajaba la tierra y desde mi ventana podía ver que hoy sería un buen día.




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