La muerte nunca muere (crónicas H&S)
Sebastián se llamaba, igual que yo.
Cuando lo atendí por primera vez me hizo reír. El tipo hacía chistes con su
enfermedad que yo no me hubiera atrevido a hacer ni siquiera entre mis colegas más cínicos. Los primeros cinco
minutos de charla que tuve con él me hicieron pensar que era un negador,
que detrás de esa risa vivía un pobre tipo, un infeliz; tal vez porque el entusiasmo
que expresaba no comulgaba con
su mirada. Sin embargo, con el tiempo entendí que no; mi paciente estaba
realmente contento, el cáncer era
lo mejor que le había pasado: así me dijo. Me estuvo contando durante un buen
rato que, desde que le diagnosticaron el tumor, su vida había mejorado en todos
los aspectos: sus hijas lo pasaban a buscar día por medio para ir a comer o tomar
un café, su ex mujer le hacía todos los trámites administrativos, y además,
como si esto fuera poco para alguien que aún le guardaba algo de rencor por sus
repetidas infidelidades a lo largo de los quince años que duró su matrimonio, cada
tanto le hacía llegar por alguna de sus hijas, viandas en tuppers que según me contaba, siempre olvidaba devolver, y poco a
poco se acumulaban en las alacenas de su cocina. -¿Cómo no pensar que es lo
mejor que me pasó en tanto tiempo? -Me decía -Si hasta las noches de póker con mis amigos pasaron de
ser sólo los jueves a tres veces por semana. -. No fumaban, se justificaba como
un adolescente buscando mi aprobación médica, pero se bebían una botella de single malt en cada encuentro: un whisky
escocés de la isla de Jura que Sebastián había visitado hacía unas semanas,
justo después de haber recibido la noticia del tumor. La combinación de su debilidad
por el whisky y la noticia –entre líneas- de que sus días estaban contados, lo habían
llevado a permitirse el primero de una serie de placeres postergados.
Era
un cambio; de estar solo, desempleado y deprimido, había entrado en un ritmo de
vida que no podía despreciar. Seguía sin trabajo, es verdad, pero tampoco lo buscaba,
tenía poco tiempo y no lo iba a malgastar. Había guardado unos pocos ahorros
que le alcanzarían para el tiempo que estuviera vivo, y de última, siempre podría
pedir prestado a sus hijas o a algún amigo. Él sabía que gran parte, sino todo,
de lo que recibía era generado por la culpa, pero eso, era problema de los
otros.
Con el tiempo entendí que Sebastián pasaba
asiduamente por mi consultorio porque en realidad apreciaba nuestra amistad
anónima y el tratamiento de acupuntura que yo le realizaba, en verdad, no era
más que un pretexto para nuestras charlas. Durante las sesiones, él me hacía algún
comentario sobre su evolución, yo lo revisaba, le indicaba alguna modificación
en su dieta y nos quedábamos charlando una media hora de sus cosas, a veces de
las mías.
En ciertas ocasiones se presentaba incluso
sin cita previa, y no le molestaba esperar sentado, la posibilidad de que algún
paciente cancele o se demore. Sacaba un libro de su bolso y se ponía a leer
como si no tuviera nada mejor que hacer. A mí, lejos de fastidiarme esa actitud
-la cual jamás hubiera permitido en otros pacientes-, me resultaba atrayente. Confieso
que, en el fondo, Sebastián y su enfermedad me provocaban una curiosidad casi
morbosa. De algún modo me sentía un espía en esta historia que avanzaba hacia
un desenlace estaba inevitable. Y a pesar de ese final, borroso, pero que día a
día tomaba forma con la velocidad de lo
ineludible, jamás había el mínimo destello de melancolía en nuestros encuentros;
todo lo contrario, sus comentarios tragicómicos sobre cómo él imaginaba que sus
seres queridos –y los no tanto- vivirían su muerte, me parecían tan mordaces que
me hacían saltar lágrimas de risa. Más de una vez, y enrojezco al confesarlo, volviendo
a casa en subte me supuse víctima de una enfermedad terminal para poder sentir,
si quiera a través de la imaginación, la sensación de saberse con los días
contados, pero esa idea quedaba lejana al caer en la cuenta de cómo realmente
me sentía.
Un jueves por la mañana durante una de
nuestras consultas, Sebastián me invitó a jugar al póker con él y sus amigos. Al
principio dudé en aceptar, me sentía incómodo rompiendo una dinámica de viejos
amigos. Sin embargo me había hablado tanto de ellos que hasta creía conocerlos;
de hecho me di cuenta que, en mi fascinación por esta historia, había formado
una opinión de casi todos ellos. Sobre todo de un tal Hernán, un amigo suyo del
colegio, el cual, según deduje de las charlas con Sebastián, era un tipo bastante
radical en sus opiniones, de esos se aferran a una idea y jamás la modifican,
así sea por orgullo. Esa actitud me caía bastante mal, pero tenía que aceptar
que me sentía algo identificado con esa forma de ser. Terminé por aceptar: una
vez más la curiosidad por descubrirle un nuevo matiz a esta relación, me había
ganado.
El encuentro era en la casa de Ariel, el
anfitrión. Quedaba cerca de la mía por lo que decidí ir caminando. Llegué un
poco pasadas las nueve y luego de confirmar por teléfono que Sebastián ya estaba
allí; no podía dejar de sentir que mi presencia era inoportuna. Me abrió la
puerta un tipo alto y robusto que luego supe sería Hernán. Lo primero que me
llamó la atención de él fue su forma amistosa. -¡Buenas noches ¨tordo¨! ¡Epa!, usted
sí sabe ganarse a la tribuna -dijo mientras miraba la botella de whisky que
había traído. -Pase nomás, estamos en el fondo -. Nos quedamos allí hasta las
tres de la mañana, justo media hora después de que se sirviera el último trago
de whisky. A pesar de que la noche fue distendida, esa media hora final fue
algo extraña. Bastante incómoda para mí, que no había logrado dejar de sentirme
como sapo de otro pozo desde que había entrado hacía ya casi seis horas.
Todo comenzó cuando Sebastián, claramente
borracho y alegre, soltó uno de sus chistes habituales: -¡Muchachos! –dijo
alzando el vaso -Prométanme que si en algún momento me quieren internar y no pueda
disfrutar de esto, alguno de ustedes va a desenchufarme y mandarme al otro
lado. -¡No digas boludeces! -interrumpió Hernán con un tono que censuraba las
risas que podría haber provocado el comentario de Sebastián -Si a vos te
internan es porque los médicos te van a salvar. No podés ser tan pelotudo de no
poner esfuerzo de tu parte y luchar por tu salud. Si hubiera estado en un bar, pensé,
ya me hubiera levantado discretamente para alejarme de la situación. Siempre
fui alérgico a los borrachos moralistas y sus monólogos sin humor. -Bueno, ya sabemos que Hernán no será el que
se anime a matarme –dijo Sebastián
exagerando una risa que le resaltaba los parpados caídos. Quise reírme al
escuchar esto pero preferí quedarme callado para no ofender a Hernán o llamar
la atención de algún modo. -Ni yo ni nadie debería matar a nadie, pedazo de
boludo. O te crees más listo que un médico que se quemó las pestañas durante
años para saber cómo salvar a ignorantes como vos - respondió Hernán. -Y ya que
estamos, a ver si te dejas de joder con eso de la acupuntura y vas a ver a un médico
de verdad…, sin ánimos de ofender tordo – remachó Hernán sin mirarme. -No pasa
nada -, dije con mi mejor sonrisa de estúpido-. Con algo hay que robar, ¿no? -Pues
no sabes lo feliz que me harías si me echas una mano con la parca -, susurró
Sebastián mientras dejaba caer el peso del cuerpo en el respaldo de la silla.
A partir de ese momento creo que todos
hicimos un esfuerzo conjunto por agilizar el cierre de la velada y evitar seguir
diciendo cosas que al día siguiente nos lamentaríamos. No me acuerdo muy bien
cómo fue que nos despedimos, sólo recuerdo que cuando me levanté de la silla el
mareo era evidente. Por mi parte, decidí volver a pie, no me venía mal tomar un
poco de aire. Además me habían entrado unas terribles ganas de fumar y quería
ver si de camino encontraba un kiosco abierto para comprar cigarrillos. Si bien
dejé hace ya más de diez años, cuando bebo me gusta fumar solo, como sellando
un secreto. Javier y Leandro dijeron estar demasiado borrachos como para volver
a sus casas manejando y optaron por quedarse a dormir en lo de Ariel, en
definitiva nadie los esperaba en sus camas; tampoco a mí, pero prefería mi cama.
Hernán, en cambio, se ofreció para llevar a Sebastián en auto a su casa.
Yo me enteré del accidente recién al
mediodía siguiente. Me llamó Javier. Había sido él quien buscó mi número de
teléfono y el que me dejó el mensaje de voz en el contestador del consultorio;
ese viernes llegué más tarde de lo habitual, y a pesar de no tener mucha
resaca, el cansancio no me dejaba pensar con claridad. Apenas escuché la voz de
Javier supe que serían malas noticias. Me pedía que lo llame y me dictaba
lentamente su número de teléfono al final del mensaje. Así lo hice, llamé y
mientras esperaba con el tubo pegado al oído pensé que este no era el final que
yo había imaginado.
Según contó Hernán a la policía cuando le
tomaron declaración, un hombre se le había aparecido de forma súbita entre los
autos estacionados con la intención de cruzar la avenida desde mitad de calle.
Cuando lo alcanzó a ver, giró el volante pero la lluvia en el asfalto lo hizo
derrapar hasta chocar de costado con el semáforo. Él salió totalmente ileso; salvo
por una costilla que se había quebrado, el resto de su cuerpo no había sufrido
ni un rasguño. Sebastián, en cambio, había muerto al instante como consecuencia
del impacto en el cuello. Según el doctor, las víctimas de este tipo, causadas
por un impacto tan brusco, no sienten dolor. Nos decía esto como si fuera un
consuelo, y en algún punto lo era, al menos para mí.
Pregunté por Hernán y el médico me
informó que estaba internado en observación. Volví al hospital esa misma tarde
y en recepción me informaron que estaba
en la habitación 308. Al llegar a la puerta me detuve sin abrirla,
en realidad no sabía a qué había venido ni qué iba decir. Asomé la vista por la
ventana circular que había en la puerta y lo alcancé a ver con claridad. Estaba
recostado de lado, con el cuerpo girado hacia la puerta y los ojos abiertos. Si
no fuera por el suero en su brazo izquierdo, jamás se imaginaria uno que ese
hombre había sufrido un accidente hacia tan solo unas horas. No tenía ningún
daño visible y el rostro, si bien se veía agotado, no mostraba huella de lo
ocurrido. Su mirada se posaba en algún rincón del suelo y la cabeza asomaba a
unos centímetros del colchón. La mano derecha acariciaba
el borde de la mesa que había junto a su cama. Tenía un aspecto dubitativo, y
noté como detenía el movimiento de los dedos justo en la esquina de la mesa que
presionaba con fuerza. De repente alzó la vista y me vio; me reconoció de
inmediato, y al verlo mirándome, me di cuenta de que el daño que había esquivado
su cuerpo, había alcanzado la mirada. Algo en ella no encajaba con el cuerpo
ileso. Antes de que yo levantase la mano para saludar, Hernán se giró hacia la
ventana y me dio la espalda. Durante unos segundos me quedé ahí parado,
desconcertado, pero inmediatamente retiré la mano del picaporte y me fui. El pasillo
se hizo un poco largo, pero al entrar en el ascensor me llegó el consuelo que
estaba buscando, entre las imágenes de la noche anterior, las discusiones, el
juego, del que no sabía quién había salido ganando; riéndome solo, recordé a
Sebastián.
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